Por poco se me va el mes sin publicar una sola entrada, y es que el ritmo laboral (de algo hay que comer mientras el mercado editorial deja de pegar coletazos de muerte y se levanta de una vez) por un lado y el de escritura por otro me han tenido atadas las manos, que no los dedos. Así, en la pantagruélica tarea de pasar a limpio el manuscrito («Que no era nada lo del ojo y lo llevaba en la mano», que diría mi señor abuelo) ando ya con el último fragmento del capítulo XV calentito y a punto de cuajar. Por un lado no parecerá el asunto demasiado avanzado (aunque siendo el decimoquinto de veinticinco haya pasado ya generosamente de la mitad del viaje) pero por otro un servidor, que en el fondo es el único que se ha calzado la novela entera glosada y recontraglosada en los márgenes (hasta para eso es uno «medieval») puede asegurar que lo peor ya ha pasado. Que tras los movidos rápidos en que Galván y compañía se meten y salen de la fortaleza de Rembourg empieza ya una parte más sosegada desde el punto del desbaste, que no de la narración ni de la acción pues empezamos a meternos en lo más oscuro del meollo que conduce, irremediablemente, hacia el final de la novela.
Y es que el autor que redactó los fantásticos capítulos XVI y XVII (como diría el señor Bart Simpson soy mi peor crítico pero qué queréis, no tengo abuela) está mucho más cercano del que pasa a limpio el manuscrito que en anteriores pasajes de la novela, y el estilo, quizá siendo ya consciente del no muy lejano desbaste, está mucho más depurado y claro, menos fantasioso y asumiendo cuáles son exactamente las necesidades narrativas de cada momento. Así la tarea de relectura y paso a limpio debería empezar a ser mucho más ágil en breve y podría empezar a cumplir con el programa previsto de un capítulo por semana como mínimo, sin el engorroso proceso de sacar la horca y empezar a liberar de paja la carcasa del capítulo. Hasta el momento ha sido así, consistiendo el paso a limpio más en recortar, unificar o directamente eliminar fragmentos, párrafos y frases superfluos que en una verdadera relectura y mecanografiado de la obra en sí, que también.
Ha habido algo en el proceso, no obstante, por lo que ha merecido la pena más allá del paso a limpio y la visión general de la obra, y que es la del minucioso trabajo de los remates, entendiendo por esto todos esos detalles sembrados un poco sin concierto en la obra y que pese a su pequeñez y aparente intrascendencia son los que recubren de una sabrosa pátina los renglones de la novela. Hace ya bastantes entradas comentaba cómo el señor Lucas (antes de venderse a sí mismo al ratón bailarín, cosa que por otra parte apruebo, que disfrute del dinero) había causado un cierto revuelo al cubrir de polvo y grasa su famosa galaxia muy muy lejana. Hasta entonces la ciencia ficción se había caracterizado por presentar un aspecto inmaculado, con plateados recién pintados y pulidos, y la suciedad casi palpable del universo de los Skywalker caló muy gratamente en los aficionados al género y en el público en general. Esto es sólo un ejemplo de cómo un aspecto que pudiera parecer simple y casi bisoño puede llegar a ser, si se cuida, un muy buen aliciente para que el escenario y el trasfondo en que tiene lugar la historia narrada le resulten al lector tremendamente cómodos y atractivos.
Entre estos remates cabe destacar uno muy particular, del que disfruto colocando y que no es otro que el humor. La mayor parte de mi producción escrita lo está en castellano y así, demostrándose como siempre lo íntimamente que van ligadas lengua y cultura (por si a alguien se le ocurrió alguna vez dudar de ello) la narración en castellano pide humor. Bueno, malo, negro o verde, pero humor. Sano. Sirva de ejemplo, si no, el anuncio del trescientos aniversario de la RAE. Volviendo una vez más al aquí archicitado señor Sapkowski, y precisando que los señores y señoras de Polonia también se las traen cuando quieren traérselas en cuestiones rechifla y recochineo, fue una de las primeras cosas que me sedujeron de sus novelas, la pátina de muy humano humor que tienen sus renglones a pesar del género histórico o fantástico en el que se hallan inmersos. Entre los muchos y muy buenos ejemplos, en su novela Narrenturm, el encuentro con las tres brujas, el ataque del lobisome violador y la conversación entre uno de los protagonistas y un joven apellidado Gutenberg se llevan la palma, ésta última con una genial apostilla final («Época puede hacer [vuestro invento] cuanta quiera, mas yo aquí, señor Gutenberg, llevo un negocio.»).
Bien puede uno narrar en clave épica, aventurera, romántica, erótica… (cosas que de nuevo no por bisoñas hacen menos parte de este mundo nuestro) pero mala narración será, en mi opinión, aquella que no haga el menor uso del humor, aunque sea para deshumanizarlo y usarlo en su contra. El humor es y ha sido siempre tan necesariamente humano como la narrativa, y del simple pasatiempo a la más enrevesada catarsis social para conjurar los males y preocupaciones (¿qué es si no, en origen, un carnaval?) ha estado presente en todas las épocas y civilizaciones, en todos los niveles de la cultura y el lenguaje, y en todas las manifestaciones humanas para bien o para mal. Sirva como muestra la dilatada literatura medieval humorística, en una época que la cultura colectiva tiene siempre por negra y amargada pero en la cual las comedias, las coplillas y las farsas campaban a sus anchas con el beneplácito social, siempre tan dispuesto a carcajearse de su propia desgracia, de la ajena o de cualquier cosa que legara a ponerse por delante, Dios mediante y a veces hasta incluido.
Que el miedo siempre popular y absurdo que asocia el humor con la bajeza, la ignorancia y la falta de ingenio no nos permita a los autores privarnos de tan gran recurso literario como es el humor. Que ni un solo chiste, sea el que sea, quede en el tintero si tiene cabida y las manos que sostienen la pluma ganas. El lector, seguramente, tendrá todavía más ganas de leerlo.
Recuerdo todavía el placer de literato de los primeros capítulos en que llevaba a un personaje como Vyrvelethia de Mol Merran de la pluma, bruja sabihonda y respondona a quien el mucho buen juicio y lo negro de las horas no le mataban el humor, sino más bien al contrario. Y, hablando de brujas, no me llevo un céntimo por ello pero os recomiendo muy mucho la última película del director español Álex de la Iglesia, Las brujas de Zugarramurdi, perfecto ejemplo y (no lo negaré) inspiración para esta entrada. Arrancaos sin miedo una carcajada de mi parte o, al menos, disfrutad con la insólita estampa de una Terele Pávez con dientes de acero, de una Angela Merkel entre brujas del Medievo o de uno de los aquelarres más vivos y desternillantes a los que un servidor ha asistido en la historia del cine. En palabras de uno de los protagonistas: «Es como un botellón, pero en la Edad Media».