domingo, 28 de octubre de 2012

MOUCHOS, CORUXAS, SAPOS E BRUXAS

Llega uno de esos puntos de la novela en que, siguiendo la más folclórica tradición medieval, se abre una portezuela que de común anda cerrada y se cuelan algún que otro monstrum o magus. No en vano, hasta finales del siglo XV, y durante aún un buen puñado de decenios más, las vidas de la gente en cuanto a lo sobrenatural e inexplicable se trataba se hallaban pobladas en casi iguales proporciones por las vírgenes, los santos y la Santísima Trinidad y por los trasgos, los lobisones y los basiliscos. De ello resultaba un pintoresco y riquísimo cóctel del que se nutría la imaginación y el lado irracional de las cabezas de ricos y pobres y que alcanzaba tanto al más beato de los reformistas cristianos como al más supersticioso de los campesinos de algún pazo de los confines de la Finis Terrae. Autores como LeGoff tienen una dilatada e interesantísima literatura sobre el tema (recomiendo muy vivamente Héroes, Maravillas y Leyendas de la Edad Media, o Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, los dos de LeGoff) y como bien decía mi maestra introductora en estos literarios lares medievales “tan real era la cuchara de habas que uno se llevaba a la boca como el arcángel San Gabriel o un unicornio”.
 

Esta dialéctica medieval “entre lo milagroso y lo mágico”, entre ese folclore judeocristiano que siempre se asocia con el período y esa mitología de seres extraños que tan a menudo se obvia (como si no abundaran los bestiarios o los ejemplos heráldicos) ha sido retomada no pocas veces en la literatura de los siglos posteriores. No me estoy refiriendo, aunque también, al bestiario mitológico grecorromano del Renacimiento, ni tampoco al picante interés de la Edad Moderna por lo sobrenatural y lo mágico, floreciendo en todo su esplendor durante el período romántico. Me estoy refiriendo al remanente de aquella mezcolanza medieval que resurge en la literatura fantástica más moderna, esto es durante el siglo XX y lo que llevamos de XXI.  


No en vano hasta que a finales de los años 30 en que un señor de Sudáfrica llamado John Ronald Reuel Tolkien publicó una novelita para niños de curioso y anglosajonísimo nombre The Hobbit (a mí personalmente el pronunciarlo me resulta tan bucólico como Cricket o Lincolnshire) , para la mayoría de los europeos los enanos (que no la gente pequeña) eran tenidos por gente aviesa y misteriosa, sacada de los cuentos y las viejas historias, los elfos eran duendecillos de tres palmos que lo mismo se los encontraba uno por el bosque que en una granja robando gallinas (y lo mismo para los trasgos) y lo que se entendía por “orco” tenía mucho más que ver con el inframundo clásico que con unos duendes creciditos que asaltan fortalezas una noche de lluvia.

 

A partir de ahí, en términos literarios, la cosa se desmadra un poco y estos referentes tolkenianos sacados de la mitología nórdica y sajona se imponen como modelos para toda la fantasía posterior. Últimamente esta “mitología fantástica” tras estabilizarse y banalizarse en cierta medida ha dejado abierta la puerta para que todo aquel folclore tradicional (incluso prerromano) que con tanta alegría se paseaba por el Medievo haga de nuevo su aparición. Aunque lo cierto es que en el fondo no había llegado a esfumarse. Incluso hoy ¿qué habitante peninsular no sería capaz de completar la frase “esto es como las meigas…” o quién no ha oído nunca aquello de “en esta casa hay duendes”? Y esta reaparición, cansada ya de los mismos referentes anglosajones casi globalizados (un niño de Tel Aviv describe igual de bien a un Uruk-hai que uno de las Orcadas escocesas), ha echado mano del folclore más o menos local, tanto o más rico y variado que aquél.

 

Por mi parte y, lo reconozco, tremendamente picado por esta reivindicación de la “mitología chica” que descubrí con el siempre venerable señor Sapkowski, me he subido al carro y del mismo modo que él ha rescatado a estriges y rariesposas de las polvorientas historias tradicionales eslavas, yo voy a darles algún que otro párrafo de gloria a la Procesión de Ánimas, a los Malismos , a los Finaos, a la Gent Menuda o a las Bruxas y Fadas Boas de la mano de bestiarios fantásticos oriundos de toda la península; que no sólo las mitologías norteñas, aunque son las más conocidas, parieron trasgos y unicornios.

 

Como ya ocurría en la novela anterior las tales ocasiones no serán legión. En aquella, además del paseo del protagonista por cierto bosque, lo fantástico y lo sobrenatural no aparecían más que medio velados y cada muchas páginas, como por ejemplo a través de la breve intervención de un sapo con bufanda y estoque que Galván no está muy seguro de ver. Por el momento la cosa sólo se ha salido un poquitín de madre durante el capítulo XIX adquiriendo un puntual tinte lovecraftiano (no muy medieval, ya lo sé, pero que el lector comprenda la licencia llegado el momento) pero por lo general todo este universo de lo fantástico y “mágico” se quedará en decorativo (que no superfluo) barniz de la aventura.


Y ahora, mientras escribo estas líneas, voy a echarme un poco de sal por encima de los hombros, no sea que de tanto hablar me aparezca algún demonio y la liemos.
 

domingo, 14 de octubre de 2012

DONDE HAY ARCO NO MANDA BALLESTA

«Seis arcos y un solo tirador –penso Galván–; hasta reduciéndolo a lo más absurdo resultaba descorazonador.» Nuestro protagonista y sus compañeros echan muy en falta, y no por primera vez, a buenos tiradores en el grupo, que en momentos como en el que se encuentran bien podrían sacarles las castañas del fuego. No cuentan sin embargo más que con uno que la historia ha tenido a bien darles, una dama noble muy diestra en colocar sus saetas allí donde coloca el ojo y que, por supuesto, no podía faltar en un buen grupo de aventureros.

 

No es inusual encontrar entre los grupos que aparecen en las novelas de aventuras un arquero o tirador, pero en cualquier caso uno de los miembros suele tener cierta pericia con armas a distancia. Siempre resulta interesante contar con uno de estos individuos por su capacidad para prestar ayuda en numerosas situaciones, ya sea enfrentándose a algún enemigo, cazando, ayudando a tender un puente o a alcanzar algún objeto alejado. Ofrece sobradas razones al autor para incluirlo, pues, por la cantidad de problemas que llega a resolver con un simple –y a veces no tan simple– arco y unas flechas. Desde un primigenio Robert de Locksley a un más que arquetípico Legolas Hojaverde o una más moderna y sapkowskiana Milva (en la imagen superior), las historias de aventuras están repletas de arqueros diestros capaces de echar una mano y unas cuantas saetas a sus compañeros para sacarles de más de un apuro.

Por lo común son personajes con gran experiencia y que ingresan en el grupo con un desarrollo ya más que acabado, con algo de viejos héroes resabiados y que hace de ellos unos personajes «aparte», normalmente algo solitarios y enigmáticos, como si al haber adquirido su excelente destreza (raro es incluir un personaje que se defina como tirador y que no sea capaz al menos de acertarle en un ojo a una ardilla a mil pasos) hubiesen perdido algo de locuacidad y alegría. En la enorme mayoría de los casos, lo que estos tiradores tienen en las manos al disparar suele ser un arco, y muy pocas veces una ballesta u otras armas de proyectiles (sin entrar en las armas de fuego) o arrojadizas, como venablos, jabalinas o azagayas. Y no es casualidad. Un arco siempre resulta mucho más romántico y noble que cualquier otro tipo de arma a distancia, sobre todo teniendo en cuenta la poca nobleza y el poco romanticismo que tiene enfrentarse a un enemigo o resolver un problema “a distancia”.

 

 Si nos remontamos hasta el medievo, como suele ser el caso en este blog y en consonancia con la novela a la que está dedicado, vemos que este respeto hacia el arco como único arma noble fuera del cuerpo a cuerpo resulta una constante casi desde la Edad Antigua. No pocos héroes y dioses grecorromanos contaban entre sus atributos o se servían alguna vez de un arco y unas flechas, desde Apolo o Artemisa hasta Adonis, Paris o Cupido o incluso el propio Ulises, héroe entre los héroes.

 

De manera menos acusada el arco también aparece como arma y símbolo en otras mitologías y en el folclore de los pueblos prerromanos, de los celtas, de los escandinavos y de los pueblos del este europeos. Sumado a este prestigio tradicional y mitológico aparecen también la gran dedicación y la disciplina necesarias para el manejo de un arco, lo cual confiere a este arma su faceta de nobleza. 

No obstante, ya bien enraizado el periodo medieval y con su primera mitad consumida, hacia el siglo X, hizo su aparición un mezquino y oscuro competidor para el noble arco. Me refiero, por supuesto, a la ballesta. En verdad, el arma cuyo nombre acabaría cuajando en castellano como “ballesta” hizo su aparición mucho antes, en la antigua China, entre tres y cinco siglos antes de que naciese el carpintero de Nazaret, pero no alcanzó la popularidad que la Historia le tenía reservada hasta el periodo medieval europeo.

 

En principio este arma resulta una evolución y un perfeccionamiento lógico del arco antiguo original, con un arco que pasa a ser de metal en lugar de madera y una cuerda que puede tensarse hasta alcanzar una potencia mucho mayor que la que se consigue con la fuerza del brazo de un hombre. Tiene además otras ventajas interesantes, como el menor (que no poco) cuidado que requerían las cuerdas, el menor coste de los proyectiles y la facilidad de su manejo. Sencillamente bastaba con saber apuntar y apretar un primitivo gatillo para resultar un arma mortífera, sin la destreza en equilibrio, tensión y puntería que sí requería el arco. Su única flaqueza radicaba en el largo tiempo necesario para cargar un proyectil, algo que decenio tras decenio se trató de resolver con toda suerte de ingenios y que no le privaron por ello a la ballesta de su eficacia. Estos atributos la convirtieron en un anticipo de las armas de fuego que vendrían siglos después y le dieron una popularidad que revolucionó por completo las posibilidades de combate de la soldadesca. Ahora cualquier peón podía acabar a distancia con un guerrero diestro estando apenas familiarizado con el arma que tenía entre las manos, y durante un asedio cualquier ocupante de la plaza sitiada, fuese cual fuese su condición y fuerza, podía ofender a distancia al enemigo.

 

Sin embargo esta novedad tan igualadora no fue vista precisamente con buenos ojos por la rancia estirpe de los bellatores y es cierto que los estragos que podía llegar a causar resultaron un auténtico shock para la mentalidad de la época, que veía truncado su simbolismo ideal al contemplar cómo un caballero armado podía ser desmontado y muerto por un simple campesino que tuviera el tino de acertarle a través de la visera o bajo el yelmo. Tanto que la Iglesia llegó a lanzar una auténtica campaña para difamar a este nuevo arma e incluso el papa Inocencio III llegó a prohibir durante el Concilio de Letrán en 1139 su uso entre los milites cristianos y previno mediante bula sobre su empleo «por el peligro que representa para la Humanidad un arma semejante». 

Pese a ello la ballesta siguió gozando de popularidad entre los ejércitos cristianos, desacreditando prácticamente al arco y conviviendo hasta bien entrado el Renacimiento con arcabuces y demás armas de pólvora. El arco, no obstante, siempre conservó su puesto de «arma noble» (no en vano seguía siendo utilizado entre la nobleza para menesteres como la caza) y en casos como el del arco largo galés siguió evolucionando por su cuenta hasta superar con creces a la propia ballesta y proporcionar a los ejércitos que aún los portaban (que se lo pregunten si no a unos cuantos comandantes ingleses en suelo francés durante la Guerra de los Cien Años) sonadas y gloriosas victorias.

 

La ballesta queda, pues, como un arma tremendamente eficaz y accesible, a la que literalmente puede echar mano cualquiera y que en la mayoría de las situaciones vale tanto o más que un noble y romántico arco. Esa fue una de las razones de que en manos de la única tiradora con la que cuenta el grupo de Galván decidiese colocar una ballesta en lugar de un arco, romper una pequeña lanza a favor de este arma a menudo estigmatizada por su poco virtuosa presencia. La otra, y puesto que el nombre que lleva este personaje es claramente francés (¿de dónde si no podía surgir alguien llamado Isabeu de Montfléury?) fue realizar un pequeño homenaje a los obstinados bellatores medievales del reino de Francia, que pese a hallar tan a menudo los longbow ingleses al otro lado de la campa nunca abandonaron sus eficaces e injustamente desprestigiadas ballestas.

Y ahora todos preparados. ¡Listos! ¡Apunten! ¡Disparen!

jueves, 4 de octubre de 2012

ARS OCCIDENDI

Ya se va acabando la novela (en el momento de escribir esto hace cosa de una hora que quedó cerrado el dédalo que ha sido el capítulo XXI) y como en toda buena novela de aventuras se acerca el momento de empezar a matar personajes. No indiscriminadamente, claro, los protagonistas tienen y tendrán siempre un pequeño seguro de vida que los protege contra (¿casi?) todo, y algún que otro antagonista logra escapar in extremis o se le perdona la vida un rato más en función de la utilidad que ofrezca unas páginas más adelante.

 

Tiene que empezar a morir gente, pues, y confieso que ya llevaba tiempo con ganas de abrir el grifo de la sangre y hacer ver que los protagonistas no se pasean de acero hasta las cejas porque sí y que no se les toca tanto las narices impunemente. Que, como dice el lema escocés, Nemo me impune lacessit. Sin embargo que no se me malinterprete, no es que busque una masacre literaria gratuita sino que la propia historia (a la que tengo domada pero que más a menudo de lo que me gustaría goza de libre albedrío) lo impone y ha ido posponiendo selectivamente el momento de llegar a las manos hasta estos últimos capítulos. Cuestión de aderezar lo mejor posible el final y darle ese sabor picante que producen los pequeños (y grandes) desquites del protagonista con ciertos personajes que, espero, resulten de lo más odiosos y antipáticos (que para algo son los malos). Lejos estoy de inventar nada, la cosa es de preescolar de novela y basta con coger cualquiera del género y curiosear el último cuarto de libro para encontrarse con esos duelos de palabras y aceros que son los que luego se quedan en la memoria del lector y que son los que (en nuestro infantil fuero interno reconozcámoslo) le dan la sal al género de aventuras.

 

Tengo por lo tanto unos cuantos duelos y cadáveres en mente, y antes de acometer los últimos cuatro capítulos de la novela y remangarme para entrar en escabechinas se impone un momento de reflexión para poder elaborar un germánico y minucioso organigrama de golpes, contragolpes, paradas, fintas, tretas y finalmente muertes. Por experiencia sé muy bien que una vez en el asunto y cuando llega el momento de empezar a describir cómo llueven estocadas es tremendamente útil tenerlo todo esbozado para no tener que detenerse ante cada muerte y hacerse estas dos preguntas: ¿cómo mato a este personaje? y ¿no había matado a uno ya antes así?

 

Personalmente me gustan las muertes poco usuales. Precisamente porque las considero más reales e incluso lógicas. Si uno echa un ojo a la literatura medieval en que se describen combates (cualquier novela de caballerías vale, pero también otras obras como crónicas, hagiografía o incluso fábulas) o se interesa por la historia militar de aquel tiempo se da cuenta de que prácticamente nadie tuvo una «muerte canónica», entendiendo por ello una muerte limpia, un meter y sacar rápido de espada o lanza que lo dejase muerto. De hecho era muchísimo más común entre los hombres de armas morir por las heridas causadas en combate (vergel de infecciones sin cura para la época) que por el propio combate, y aún en el primer caso difícil es dar con alguna descripción de una muerte limpia.

 

Las crónicas y las historias están plagadas de muertes fortuitas, casi absurdas (algo inherente al ser humano, no es que el medievo inventase nada), o de muertes sucias, en que lo que buscaba el contrincante de uno ante todo era matarlo como fuese antes de que lo matasen a él. Los golpes floridos y las defensas honorables se dejaban para los torneos y las justas, que es cuando estaban presentes las damas y uno no se jugaba demasiado el cuello. Quien moría con un arma en la mano difícilmente tendría al contrincante frente a él, a cierta distancia y tras un combate justo. Mucho más común sería que lo apuñalasen por la espalda, que lo acorralasen entre varios, que lo arrollase un caballo o la muchedumbre, que se le echasen encima y en pleno forcejeo le rompiesen el cuello o le metieran una daga hasta el bazo, que una flecha le acertase justo en el ojo a un caballero cubierto de acero de pies a cabeza, o incluso que el tajo de un compañero le cortase a uno la garganta por error (o no) metidos en refriega.

 

Así, las posibilidades de dar muerte a los personajes se presentan tan variopintas como número de personajes a quienes los problemas se le hayan acabado haya. Nadie, creo, tendrá una muerte de manual, y habrá que volver a documentarse sobre esgrima y combate en general en busca de golpes maestros y ventajas astutas que marquen la diferencia entre vivir o morir en el último momento.

Las espadas están listas, y unos cuantos personajes llevan una sospechosa marca en la cabeza. Yo no esperaría encontrármelos al final de la novela.