Llega uno de esos puntos de la novela en que, siguiendo la más folclórica tradición medieval, se abre una portezuela que de común anda cerrada y se cuelan algún que otro monstrum o magus. No en vano, hasta finales del siglo XV, y durante aún un buen puñado de decenios más, las vidas de la gente en cuanto a lo sobrenatural e inexplicable se trataba se hallaban pobladas en casi iguales proporciones por las vírgenes, los santos y la Santísima Trinidad y por los trasgos, los lobisones y los basiliscos. De ello resultaba un pintoresco y riquísimo cóctel del que se nutría la imaginación y el lado irracional de las cabezas de ricos y pobres y que alcanzaba tanto al más beato de los reformistas cristianos como al más supersticioso de los campesinos de algún pazo de los confines de la Finis Terrae. Autores como LeGoff tienen una dilatada e interesantísima literatura sobre el tema (recomiendo muy vivamente Héroes, Maravillas y Leyendas de la Edad Media, o Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, los dos de LeGoff) y como bien decía mi maestra introductora en estos literarios lares medievales “tan real era la cuchara de habas que uno se llevaba a la boca como el arcángel San Gabriel o un unicornio”.
Esta dialéctica medieval “entre lo milagroso y lo mágico”, entre ese folclore judeocristiano que siempre se asocia con el período y esa mitología de seres extraños que tan a menudo se obvia (como si no abundaran los bestiarios o los ejemplos heráldicos) ha sido retomada no pocas veces en la literatura de los siglos posteriores. No me estoy refiriendo, aunque también, al bestiario mitológico grecorromano del Renacimiento, ni tampoco al picante interés de la Edad Moderna por lo sobrenatural y lo mágico, floreciendo en todo su esplendor durante el período romántico. Me estoy refiriendo al remanente de aquella mezcolanza medieval que resurge en la literatura fantástica más moderna, esto es durante el siglo XX y lo que llevamos de XXI.
No en vano hasta que a finales de los años 30 en que un señor de Sudáfrica llamado John Ronald Reuel Tolkien publicó una novelita para niños de curioso y anglosajonísimo nombre The Hobbit (a mí personalmente el pronunciarlo me resulta tan bucólico como Cricket o Lincolnshire) , para la mayoría de los europeos los enanos (que no la gente pequeña) eran tenidos por gente aviesa y misteriosa, sacada de los cuentos y las viejas historias, los elfos eran duendecillos de tres palmos que lo mismo se los encontraba uno por el bosque que en una granja robando gallinas (y lo mismo para los trasgos) y lo que se entendía por “orco” tenía mucho más que ver con el inframundo clásico que con unos duendes creciditos que asaltan fortalezas una noche de lluvia.
A partir de ahí, en términos literarios, la cosa se desmadra un poco y estos referentes tolkenianos sacados de la mitología nórdica y sajona se imponen como modelos para toda la fantasía posterior. Últimamente esta “mitología fantástica” tras estabilizarse y banalizarse en cierta medida ha dejado abierta la puerta para que todo aquel folclore tradicional (incluso prerromano) que con tanta alegría se paseaba por el Medievo haga de nuevo su aparición. Aunque lo cierto es que en el fondo no había llegado a esfumarse. Incluso hoy ¿qué habitante peninsular no sería capaz de completar la frase “esto es como las meigas…” o quién no ha oído nunca aquello de “en esta casa hay duendes”? Y esta reaparición, cansada ya de los mismos referentes anglosajones casi globalizados (un niño de Tel Aviv describe igual de bien a un Uruk-hai que uno de las Orcadas escocesas), ha echado mano del folclore más o menos local, tanto o más rico y variado que aquél.
Por mi parte y, lo reconozco, tremendamente picado por esta reivindicación de la “mitología chica” que descubrí con el siempre venerable señor Sapkowski, me he subido al carro y del mismo modo que él ha rescatado a estriges y rariesposas de las polvorientas historias tradicionales eslavas, yo voy a darles algún que otro párrafo de gloria a la Procesión de Ánimas, a los Malismos , a los Finaos, a la Gent Menuda o a las Bruxas y Fadas Boas de la mano de bestiarios fantásticos oriundos de toda la península; que no sólo las mitologías norteñas, aunque son las más conocidas, parieron trasgos y unicornios.
Como ya ocurría en la novela anterior las tales ocasiones no serán legión. En aquella, además del paseo del protagonista por cierto bosque, lo fantástico y lo sobrenatural no aparecían más que medio velados y cada muchas páginas, como por ejemplo a través de la breve intervención de un sapo con bufanda y estoque que Galván no está muy seguro de ver. Por el momento la cosa sólo se ha salido un poquitín de madre durante el capítulo XIX adquiriendo un puntual tinte lovecraftiano (no muy medieval, ya lo sé, pero que el lector comprenda la licencia llegado el momento) pero por lo general todo este universo de lo fantástico y “mágico” se quedará en decorativo (que no superfluo) barniz de la aventura.
A partir de ahí, en términos literarios, la cosa se desmadra un poco y estos referentes tolkenianos sacados de la mitología nórdica y sajona se imponen como modelos para toda la fantasía posterior. Últimamente esta “mitología fantástica” tras estabilizarse y banalizarse en cierta medida ha dejado abierta la puerta para que todo aquel folclore tradicional (incluso prerromano) que con tanta alegría se paseaba por el Medievo haga de nuevo su aparición. Aunque lo cierto es que en el fondo no había llegado a esfumarse. Incluso hoy ¿qué habitante peninsular no sería capaz de completar la frase “esto es como las meigas…” o quién no ha oído nunca aquello de “en esta casa hay duendes”? Y esta reaparición, cansada ya de los mismos referentes anglosajones casi globalizados (un niño de Tel Aviv describe igual de bien a un Uruk-hai que uno de las Orcadas escocesas), ha echado mano del folclore más o menos local, tanto o más rico y variado que aquél.
Por mi parte y, lo reconozco, tremendamente picado por esta reivindicación de la “mitología chica” que descubrí con el siempre venerable señor Sapkowski, me he subido al carro y del mismo modo que él ha rescatado a estriges y rariesposas de las polvorientas historias tradicionales eslavas, yo voy a darles algún que otro párrafo de gloria a la Procesión de Ánimas, a los Malismos , a los Finaos, a la Gent Menuda o a las Bruxas y Fadas Boas de la mano de bestiarios fantásticos oriundos de toda la península; que no sólo las mitologías norteñas, aunque son las más conocidas, parieron trasgos y unicornios.
Como ya ocurría en la novela anterior las tales ocasiones no serán legión. En aquella, además del paseo del protagonista por cierto bosque, lo fantástico y lo sobrenatural no aparecían más que medio velados y cada muchas páginas, como por ejemplo a través de la breve intervención de un sapo con bufanda y estoque que Galván no está muy seguro de ver. Por el momento la cosa sólo se ha salido un poquitín de madre durante el capítulo XIX adquiriendo un puntual tinte lovecraftiano (no muy medieval, ya lo sé, pero que el lector comprenda la licencia llegado el momento) pero por lo general todo este universo de lo fantástico y “mágico” se quedará en decorativo (que no superfluo) barniz de la aventura.
Y ahora, mientras escribo estas líneas, voy a echarme un poco de sal por encima de los hombros, no sea que de tanto hablar me aparezca algún demonio y la liemos.