Ya se va acabando la novela (en el momento de escribir esto hace cosa de una hora que quedó cerrado el dédalo que ha sido el capítulo XXI) y como en toda buena novela de aventuras se acerca el momento de empezar a matar personajes. No indiscriminadamente, claro, los protagonistas tienen y tendrán siempre un pequeño seguro de vida que los protege contra (¿casi?) todo, y algún que otro antagonista logra escapar in extremis o se le perdona la vida un rato más en función de la utilidad que ofrezca unas páginas más adelante.
Tiene que empezar a morir gente, pues, y confieso que ya
llevaba tiempo con ganas de abrir el grifo de la sangre y hacer ver que los
protagonistas no se pasean de acero hasta las cejas porque sí y que no se les
toca tanto las narices impunemente. Que, como dice el lema escocés, Nemo me impune lacessit. Sin embargo que
no se me malinterprete, no es que busque una masacre literaria gratuita sino
que la propia historia (a la que tengo domada pero que más a menudo de lo que
me gustaría goza de libre albedrío) lo impone y ha ido posponiendo
selectivamente el momento de llegar a las manos hasta estos últimos capítulos.
Cuestión de aderezar lo mejor posible el final y darle ese sabor picante que
producen los pequeños (y grandes) desquites del protagonista con ciertos
personajes que, espero, resulten de lo más odiosos y antipáticos (que para algo
son los malos). Lejos estoy de inventar nada, la cosa es de preescolar de
novela y basta con coger cualquiera del género y curiosear el último cuarto de
libro para encontrarse con esos duelos de palabras y aceros que son los que
luego se quedan en la memoria del lector y que son los que (en nuestro infantil
fuero interno reconozcámoslo) le dan la sal al género de aventuras.
Tengo por lo tanto unos cuantos duelos y cadáveres en
mente, y antes de acometer los últimos cuatro capítulos de la novela y
remangarme para entrar en escabechinas se impone un momento de reflexión para
poder elaborar un germánico y minucioso organigrama de golpes, contragolpes,
paradas, fintas, tretas y finalmente muertes. Por experiencia sé muy bien que
una vez en el asunto y cuando llega el momento de empezar a describir
cómo llueven estocadas es tremendamente útil tenerlo todo esbozado para no
tener que detenerse ante cada muerte y hacerse estas dos preguntas: ¿cómo mato
a este personaje? y ¿no había matado a uno ya antes así?
Personalmente me gustan las muertes poco usuales. Precisamente porque las considero más reales e incluso lógicas. Si uno echa un ojo a la literatura medieval en que se describen combates (cualquier novela de caballerías vale, pero también otras obras como crónicas, hagiografía o incluso fábulas) o se interesa por la historia militar de aquel tiempo se da cuenta de que prácticamente nadie tuvo una «muerte canónica», entendiendo por ello una muerte limpia, un meter y sacar rápido de espada o lanza que lo dejase muerto. De hecho era muchísimo más común entre los hombres de armas morir por las heridas causadas en combate (vergel de infecciones sin cura para la época) que por el propio combate, y aún en el primer caso difícil es dar con alguna descripción de una muerte limpia.
Las crónicas y las historias están plagadas de muertes fortuitas, casi absurdas (algo inherente al ser humano, no es que el medievo inventase nada), o de muertes sucias, en que lo que buscaba el contrincante de uno ante todo era matarlo como fuese antes de que lo matasen a él. Los golpes floridos y las defensas honorables se dejaban para los torneos y las justas, que es cuando estaban presentes las damas y uno no se jugaba demasiado el cuello. Quien moría con un arma en la mano difícilmente tendría al contrincante frente a él, a cierta distancia y tras un combate justo. Mucho más común sería que lo apuñalasen por la espalda, que lo acorralasen entre varios, que lo arrollase un caballo o la muchedumbre, que se le echasen encima y en pleno forcejeo le rompiesen el cuello o le metieran una daga hasta el bazo, que una flecha le acertase justo en el ojo a un caballero cubierto de acero de pies a cabeza, o incluso que el tajo de un compañero le cortase a uno la garganta por error (o no) metidos en refriega.
Así, las posibilidades de dar muerte a los personajes se presentan tan variopintas como número de personajes a quienes los problemas se le hayan acabado haya. Nadie, creo, tendrá una muerte de manual, y habrá que volver a documentarse sobre esgrima y combate en general en busca de golpes maestros y ventajas astutas que marquen la diferencia entre vivir o morir en el último momento.
Las espadas están listas, y unos cuantos personajes llevan una sospechosa marca en la cabeza. Yo no esperaría encontrármelos al final de la novela.
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