«Seis arcos y un solo tirador –penso Galván–; hasta reduciéndolo a lo más absurdo resultaba descorazonador.» Nuestro protagonista y sus compañeros echan muy en falta, y no por primera vez, a buenos tiradores en el grupo, que en momentos como en el que se encuentran bien podrían sacarles las castañas del fuego. No cuentan sin embargo más que con uno que la historia ha tenido a bien darles, una dama noble muy diestra en colocar sus saetas allí donde coloca el ojo y que, por supuesto, no podía faltar en un buen grupo de aventureros.
No es inusual encontrar entre los grupos que aparecen en las novelas de aventuras un arquero o tirador, pero en cualquier caso uno de los miembros suele tener cierta pericia con armas a distancia. Siempre resulta interesante contar con uno de estos individuos por su capacidad para prestar ayuda en numerosas situaciones, ya sea enfrentándose a algún enemigo, cazando, ayudando a tender un puente o a alcanzar algún objeto alejado. Ofrece sobradas razones al autor para incluirlo, pues, por la cantidad de problemas que llega a resolver con un simple –y a veces no tan simple– arco y unas flechas. Desde un primigenio Robert de Locksley a un más que arquetípico Legolas Hojaverde o una más moderna y sapkowskiana Milva (en la imagen superior), las historias de aventuras están repletas de arqueros diestros capaces de echar una mano y unas cuantas saetas a sus compañeros para sacarles de más de un apuro.
Por lo común son personajes con gran experiencia y que ingresan en el grupo con un desarrollo ya más que acabado, con algo de viejos héroes resabiados y que hace de ellos unos personajes «aparte», normalmente algo solitarios y enigmáticos, como si al haber adquirido su excelente destreza (raro es incluir un personaje que se defina como tirador y que no sea capaz al menos de acertarle en un ojo a una ardilla a mil pasos) hubiesen perdido algo de locuacidad y alegría. En la enorme mayoría de los casos, lo que estos tiradores tienen en las manos al disparar suele ser un arco, y muy pocas veces una ballesta u otras armas de proyectiles (sin entrar en las armas de fuego) o arrojadizas, como venablos, jabalinas o azagayas. Y no es casualidad. Un arco siempre resulta mucho más romántico y noble que cualquier otro tipo de arma a distancia, sobre todo teniendo en cuenta la poca nobleza y el poco romanticismo que tiene enfrentarse a un enemigo o resolver un problema “a distancia”.
Si nos remontamos hasta el medievo, como suele ser el caso en este blog y en consonancia con la novela a la que está dedicado, vemos que este respeto hacia el arco como único arma noble fuera del cuerpo a cuerpo resulta una constante casi desde la Edad Antigua. No pocos héroes y dioses grecorromanos contaban entre sus atributos o se servían alguna vez de un arco y unas flechas, desde Apolo o Artemisa hasta Adonis, Paris o Cupido o incluso el propio Ulises, héroe entre los héroes.
De manera menos acusada el arco también aparece como arma y símbolo en otras mitologías y en el folclore de los pueblos prerromanos, de los celtas, de los escandinavos y de los pueblos del este europeos. Sumado a este prestigio tradicional y mitológico aparecen también la gran dedicación y la disciplina necesarias para el manejo de un arco, lo cual confiere a este arma su faceta de nobleza.
No obstante, ya bien enraizado el periodo medieval y con su primera mitad consumida, hacia el siglo X, hizo su aparición un mezquino y oscuro competidor para el noble arco. Me refiero, por supuesto, a la ballesta. En verdad, el arma cuyo nombre acabaría cuajando en castellano como “ballesta” hizo su aparición mucho antes, en la antigua China, entre tres y cinco siglos antes de que naciese el carpintero de Nazaret, pero no alcanzó la popularidad que la Historia le tenía reservada hasta el periodo medieval europeo.
En principio este arma resulta una evolución y un perfeccionamiento lógico del arco antiguo original, con un arco que pasa a ser de metal en lugar de madera y una cuerda que puede tensarse hasta alcanzar una potencia mucho mayor que la que se consigue con la fuerza del brazo de un hombre. Tiene además otras ventajas interesantes, como el menor (que no poco) cuidado que requerían las cuerdas, el menor coste de los proyectiles y la facilidad de su manejo. Sencillamente bastaba con saber apuntar y apretar un primitivo gatillo para resultar un arma mortífera, sin la destreza en equilibrio, tensión y puntería que sí requería el arco. Su única flaqueza radicaba en el largo tiempo necesario para cargar un proyectil, algo que decenio tras decenio se trató de resolver con toda suerte de ingenios y que no le privaron por ello a la ballesta de su eficacia. Estos atributos la convirtieron en un anticipo de las armas de fuego que vendrían siglos después y le dieron una popularidad que revolucionó por completo las posibilidades de combate de la soldadesca. Ahora cualquier peón podía acabar a distancia con un guerrero diestro estando apenas familiarizado con el arma que tenía entre las manos, y durante un asedio cualquier ocupante de la plaza sitiada, fuese cual fuese su condición y fuerza, podía ofender a distancia al enemigo.
Sin embargo esta novedad tan igualadora no fue vista precisamente con buenos ojos por la rancia estirpe de los bellatores y es cierto que los estragos que podía llegar a causar resultaron un auténtico shock para la mentalidad de la época, que veía truncado su simbolismo ideal al contemplar cómo un caballero armado podía ser desmontado y muerto por un simple campesino que tuviera el tino de acertarle a través de la visera o bajo el yelmo. Tanto que la Iglesia llegó a lanzar una auténtica campaña para difamar a este nuevo arma e incluso el papa Inocencio III llegó a prohibir durante el Concilio de Letrán en 1139 su uso entre los milites cristianos y previno mediante bula sobre su empleo «por el peligro que representa para la Humanidad un arma semejante».
Pese a ello la ballesta siguió gozando de popularidad entre los ejércitos cristianos, desacreditando prácticamente al arco y conviviendo hasta bien entrado el Renacimiento con arcabuces y demás armas de pólvora. El arco, no obstante, siempre conservó su puesto de «arma noble» (no en vano seguía siendo utilizado entre la nobleza para menesteres como la caza) y en casos como el del arco largo galés siguió evolucionando por su cuenta hasta superar con creces a la propia ballesta y proporcionar a los ejércitos que aún los portaban (que se lo pregunten si no a unos cuantos comandantes ingleses en suelo francés durante la Guerra de los Cien Años) sonadas y gloriosas victorias.
La ballesta queda, pues, como un arma tremendamente eficaz y accesible, a la que literalmente puede echar mano cualquiera y que en la mayoría de las situaciones vale tanto o más que un noble y romántico arco. Esa fue una de las razones de que en manos de la única tiradora con la que cuenta el grupo de Galván decidiese colocar una ballesta en lugar de un arco, romper una pequeña lanza a favor de este arma a menudo estigmatizada por su poco virtuosa presencia. La otra, y puesto que el nombre que lleva este personaje es claramente francés (¿de dónde si no podía surgir alguien llamado Isabeu de Montfléury?) fue realizar un pequeño homenaje a los obstinados bellatores medievales del reino de Francia, que pese a hallar tan a menudo los longbow ingleses al otro lado de la campa nunca abandonaron sus eficaces e injustamente desprestigiadas ballestas.
Y ahora todos preparados. ¡Listos! ¡Apunten! ¡Disparen!
No hay comentarios:
Publicar un comentario