sábado, 23 de febrero de 2013

RESEÑA DE «LA CANCIÓN DEL PEREGRINO »

En pleno «mecanografiado» de los primeros capítulos de la segunda novela he aquí que la red me trae un elocuentemente llamado «regalo de no-cumpleaños»:

Reseña de «La canción del peregrino » de Pablo Díez Encinas.

Se trata de una reseña de la primera novela, a cuya segunda parte está dedicado este blog, elaborada por Ana Navalón, escritora, lectora, amiga y excompañera de fatigas traductoriles. Os la dejo aquí esperando que os animéis a leer la novela aquellos que no lo hayáis hecho y, si os gusta y podéis, a votarla.

 
Un saludo y, desde aquí, ¡muchas gracias, Ana!

miércoles, 13 de febrero de 2013

NOVELA EST

Anoche, con una postrera y crepuscular frase di por terminado el epílogo de la segunda novela, por lo que el primer manuscrito ya está por fin acabado y listo para pasar por revisión y corrección y de aquí a un par de meses debería estar todo listo para saltar bajo los críticos ojos de los lectores. Al igual que ocurría con el último capítulo este epílogo, dividido en cuatro subpartes que recorren los últimos momentos literarios de cuatro de los personajes principales, ha dado muchísimo más trabajo de lo previsto, quizá (y no tan quizá) por estar preparado de antemano y escrito en mi cabeza. 

 

Suele ocurrir, y no pocas veces, que al hallarse uno componiendo la trama de una historia van ocurriéndosele pasajes y reflexiones que bien podrían acabar en un cajón (o arqueta) de sastre, pero que por suyos y por interesantes hace todo lo posible por incluir en el texto final. Muchos de ellos no llegan a aparecer en el texto final, o bien por utópicos (por muy bien escrito que esté y por más que se haya documentado el autor sobre ello el lector no va a tragarse quince páginas sobre las técnicas germánicas de fabricación de espadas), o bien por inconsecuentes (tal personaje, de un estrato social mucho más bajo que su interlocutor, si bien puede seguir una discusión en abstracto todo el tiempo que quiera no debería tener una serie de conocimientos elitistas), o sencillamente por «pesados» (en todos los sentidos de la palabra). En cualquiera de estos tres casos estos pasajes no tienen cabida en la versión final, y en el caso de no ser eliminados permanentemente (con algo de pena, todo hay que decirlo) suelen ser o bien reducidos, a veces a una sola frase o comentario, o bien apuntados para futuros escritos.

 

Quedan, no obstante, esos pasajes y reflexiones que uno se empeña en colocar en el texto, cueste lo que cueste. Unas veces por simple cabezonería (o por una más benevolente corazonada, sintiendo que aquello gustará al lector) y otras por cruda necesidad. Hay ocasiones, por ejemplo, en que el grupo de personajes, para llegar de un punto literario A a uno B ha de pasar casi necesariamente por uno C; de nada sirve omitir un viaje que dura un mes si después no se relata, aunque sea escuetamente y relatando «que no ocurrió nada importante», el mismo. Este tipo de fragmentos suelen estar, pues, ideados de antemano y colocados como si fueran hitos en el camino de la novela, y si bien uno se figura tener control sobre ésta y poder forzar la historia cuando le venga en gana, lo cierto es que estos hitos de referencia que uno mismo se ha marcado a menudo resultan ser más un problema que un auxilio. No porque el resultado vaya a ser peor o haya que poner más cuidado en la redacción (que también) sino porque siempre corre mejor una historia si se le da rienda suelta y se busca ella misma el cauce que si se la hace pasar por una presa determinada, que no por estrecha (y es labor del autor que no se note esa estrechez) resulta menos necesaria. 

 

Nos encontramos también el problema de la memoria y el cambio de opinión, y es que si en un determinado momento al autor le parecía bien y hasta le encantaba tal reflexión o pasaje, con el paso del tiempo (en ocasiones incluso un año entero) o ya no se acuerda de cuál era el auténtico sentido que quería darle al fragmento (pese a ser tan intenso que se figuró que lo recordaría en cualquier caso) o ya no está de acuerdo consigo mismo, y el famoso hito que se había marcado para la historia se ve reconvertido en algo distinto o directamente demolido para dar paso a un hilo de narración completamente nuevo, en la mayoría de los casos mucho mejor y para bien, todo sea dicho.

 

Terminado ya por lo tanto el primer manuscrito llega el momento de ocuparse de los anexos, entendiendo por ello y en mi caso, citas en latín y versos y poemas en diversas lenguas del Medievo; sin olvidar, por supuesto, dedicatoria, citas de cabeza y título. Estos últimos están ya escogidos y listos, a falta tan sólo de decidirme entre varios títulos tentadores. En cuanto a citas y versos medievales llevo con ello tanto como con la novela (no en vano ha habido que ir incluyéndolas en el manuscrito, aunque no fuese más que como notas) aunque por supuesto muchos han tenido que ser revisados, otros desechados y reemplazados (con su consecuente documentación) y otros directamente introducidos en el último momento al tener ya disponible la historia completa y cerrada bajo los ojos. A esta labor llevo ya dedicada un par de días y debería ocuparme al menos una semana más, ya que si la idea de meter tal o cual cita o verso en un momento determinado parecía buena y ya se veía como definitiva aún hay que esperar a una documentación más o menos exhaustiva en cuanto a periodo histórico, métrica y adecuación temática, por no hablar de los problemas de traducción, ya que si un servidor se defiende bastante bien el latín, castellano, occitano y francés antiguo, los problemas y la ayuda de terceros vienen con el inglés, el italiano y el alemán medio. No obstante no me desagrada nada el pelearme con las rimas y aún menos el documentarme (que el saber no ocupa lugar) por lo que no me quejo, y tal y como ocurría en la anterior novela, espero que el trabajo final sea satisfactorio.  

 

Sí me están dando sin embargo bastantes problemas unas cuantas canciones «paillardes» (verdes, o libertinas) francesas y un par de coplillas castellanas que me venían como anillo al dedo en más de un pasaje. El problema radica en que, si bien su inspiración y su estructura son completamente medievales, no pertenecen estrictamente a tal periodo ya que aparecen recogidas a principios del XVI en cancioneros populares. Ello no impide que ya se conocieran (y seguramente fuera el caso) en el período medieval y sencillamente hayan sido recopiladas más tarde, pero sin embargo la sombra del anacronismo no es menos alargada (en el mejor de los casos serían composiciones de las últimas décadas del XV) y siempre planea la duda. No obstante si algo hice bueno no anclándome en un periodo histórico real fue la posibilidad de introducir tanto elementos fantásticos como anacrónicos, por lo que (nota explicativa mediante) es posible que al final se queden. 

 

Una semana más, por lo tanto, y me sumergiré otra vez en el inicio del manuscrito y empezaré con la versión final, esperando que mi querida correctora/revisora esté lista y con un poco de paciencia vayamos dando a luz a la criatura.

Mientras tanto, os invito como siempre a descubrir la primera novela en la web de megustaescribir.com
  

martes, 5 de febrero de 2013

ALGO TERMINA, ALGO COMIENZA

Así titulaba el siempre genial Andrzej Sapkowski uno de sus relatos más controvertidos, consistente en una suerte de final alternativo y por adelantado de su serie de novelas sobre el brujo Geralt et consortes. En él, en consonancia con el título, mostraba como el final de una historia no es más que el principio de otra, pues por más conclusiva que se quiera hacer, por más que quiera negarse, un final siempre ofrece la posibilidad de una nueva apertura, de una secuela. Y de este modo, mientras la primera novela ha sido ya aprobada en la página http://megustaescribir.com/ y puede difundirse con mayor libertad por la red, he llegado al final del capítulo XXV de la segunda y está casi rematado el epílogo, por lo cual, extraoficialmente, puede dársela por acabada. A falta tan sólo de terminar el epílogo de manera un poquito mordaz, elegir las citas de inicio, retocar los versos que vayan a aparecer en los distintos capítulos y escoger entre la media docena de títulos que me bailan en la cabeza desde hace tiempo. Pero después de tan larga y enrevesada redacción, eso ya es, como quien dice, pecata minuta.
 


Lo cierto es que tanto este último capítulo XXV como el epílogo ha ido bastante rodado desde el principio. No en vano estaba ya todo ideado y casi redactado en la cabeza de un servidor desde hacía mucho, ya que, aun recurriendo al trillado axioma de los escritores de novela de misterio, no puede negarse que lo primero que estaba escrito era el final. Es la única manera de ir guiando la novela y de ir colocando poco a poco los diques para que no se salga de madre y se encauce por donde uno no quiere hacia un final no deseado. No obstante los últimos fragmentos, concretamente las últimas nueve o diez páginas del capítulo XXV se han convertido en un pequeño infierno personal. Varias hojas han resultado heridas y las que no han acabado hospitalizadas lo han hecho en el camposanto de la redacción que no es otro que la basura (llámesela cubo o Papelera de reciclaje). Pero al final he conseguido darle forma al remate de este capítulo XXV de una forma más o menos pasable que, por supuesto, no me gusta en absoluto pero cuya mala opinión espero que el tiempo y el pasar a limpio los manuscritos (con la inestimable colaboración de mi querida correctora/asesora) suavicen un poco y me permitan llegar a sentirme tan satisfecho de ello como ya lo hacen otros capítulos (curiosamente, cuanto más se alejan en el tiempo desde que los redacté más fácil es cogerles cariño). Demencias del autor. 

 

Cavilando un tanto sobre esto me sorprendí al escuchar el otro día en la televisión un reportaje sobre el premio Nobel de literatura y siempre magnífico anfitrión literario Don Gabriel García Márquez. Se hablaba de la obra Cartas y recuerdos escrita recientemente por su amigo y compañero Plinio Apuleyo el cual recordaba que en una de las muchas cartas que intercambió el señor García Márquez le escribió lo siguiente, referente al inicio de las novelas: «El primer párrafo puede ocupar un año, y el resto tres meses». Y en ese momento me dije a mí mismo: «He ahí uno de los pilares de la narración». Lejos de mi intención el querer compararme a tan excelsa pluma (más quisiera yo…) pero con esa reflexión, que tan evidente (y cruda) resulta cuando uno se mete en faena y labia en ristre y se pone a narrar, estuve tan perfectamente de acuerdo que volví a verme a mí mismo en varias ocasiones, cada vez que me encontraba a punto de ponerme al frente de una novela o de un relato. Comenzar, sin duda alguna, es lo peor. Y por ello el simple recuerdo de aquellos primeros párrafos, sean los de la novela o los de un capítulo o fragmento especialmente importante en la historia, bastan para empequeñecer los desvelos y dificultades de cerrar la novela.

 

Parece ilógico, ¿no es cierto? Con lo último que se va a quedar el lector, resulta evidente, es con lo último que haya leído. Como autor no puede esperar uno que al lector le quede del resto de la novela (y ni siquiera del final) más que un poso incluso inconsciente y por eso se tiende a cuidar el final, a mimarlo para que el receptor lo trague sin problemas y hasta le sepa dulce, amargo o picante; eso ya al gusto de la intención del autor. Sin duda el final es importante, (¿quién no ha escuchado aquello de no me ha gustado el final como sinónimo de que la historia, si acaso era buena, se vio arruinada por la conclusión y la manera de cerrarse?) pero no cabe olvidar, jamás, que para que el lector alcance ese final hay que haberle ofrecido un buen motivo para ello. Y todo, absolutamente todo, comienza por un buen principio. 

 

Tendemos a imaginar, como lectores, que el principio no tiene realmente tanto interés, que es poco más que un trámite por el que pasar antes de introducirnos en el meollo de la novela que es lo que, en el fondo, nos ha llevado a leerla. De manera inconsciente (y no me quito, por supuesto) solemos obviarlo, hasta el punto que al cabo de cien páginas somos prácticamente incapaces de explicarle a alguien cómo empezaba exactamente la novela sin volver a releerla por encima. Y sin embargo, como en un plato de cocina, esa primera impresión no por inmediata y perfectamente olvidable resulta menos crucial. Y al pensar en ello siempre recuerdo las palabras de un profesor de universidad del que guardo un gratísimo recuerdo (creo que es el único en toda aquella facultad de Derecho) por ser una de las personas con mayor juicio y sentido común que he conocido en mi vida: «Sólo si me gusta la primera frase, le doy la oportunidad al párrafo. Si me gusta el párrafo al capítulo. Y sólo si me gusta el primer capítulo me aventuro hasta el final de la novela».

No pocas veces lo tengo en mente al escribir.

Un servidor, de momento, se ha trabajado un buen principio. A la altura del final, por supuesto, no os vayáis a pensar lo contrario.