Así titulaba el siempre genial Andrzej Sapkowski uno de sus relatos más controvertidos, consistente en una suerte de final alternativo y por adelantado de su serie de novelas sobre el brujo Geralt et consortes. En él, en consonancia con el título, mostraba como el final de una historia no es más que el principio de otra, pues por más conclusiva que se quiera hacer, por más que quiera negarse, un final siempre ofrece la posibilidad de una nueva apertura, de una secuela. Y de este modo, mientras la primera novela ha sido ya aprobada en la página http://megustaescribir.com/ y puede difundirse con mayor libertad por la red, he llegado al final del capítulo XXV de la segunda y está casi rematado el epílogo, por lo cual, extraoficialmente, puede dársela por acabada. A falta tan sólo de terminar el epílogo de manera un poquito mordaz, elegir las citas de inicio, retocar los versos que vayan a aparecer en los distintos capítulos y escoger entre la media docena de títulos que me bailan en la cabeza desde hace tiempo. Pero después de tan larga y enrevesada redacción, eso ya es, como quien dice, pecata minuta.

Lo cierto es que tanto este último capítulo XXV como el epílogo ha ido bastante rodado desde el principio. No en vano estaba ya todo ideado y casi redactado en la cabeza de un servidor desde hacía mucho, ya que, aun recurriendo al trillado axioma de los escritores de novela de misterio, no puede negarse que lo primero que estaba escrito era el final. Es la única manera de ir guiando la novela y de ir colocando poco a poco los diques para que no se salga de madre y se encauce por donde uno no quiere hacia un final no deseado. No obstante los últimos fragmentos, concretamente las últimas nueve o diez páginas del capítulo XXV se han convertido en un pequeño infierno personal. Varias hojas han resultado heridas y las que no han acabado hospitalizadas lo han hecho en el camposanto de la redacción que no es otro que la basura (llámesela cubo o Papelera de reciclaje). Pero al final he conseguido darle forma al remate de este capítulo XXV de una forma más o menos pasable que, por supuesto, no me gusta en absoluto pero cuya mala opinión espero que el tiempo y el pasar a limpio los manuscritos (con la inestimable colaboración de mi querida correctora/asesora) suavicen un poco y me permitan llegar a sentirme tan satisfecho de ello como ya lo hacen otros capítulos (curiosamente, cuanto más se alejan en el tiempo desde que los redacté más fácil es cogerles cariño). Demencias del autor.
Cavilando un tanto sobre esto me sorprendí al escuchar el otro día en la televisión un reportaje sobre el premio Nobel de literatura y siempre magnífico anfitrión literario Don Gabriel García Márquez. Se hablaba de la obra Cartas y recuerdos escrita recientemente por su amigo y compañero Plinio Apuleyo el cual recordaba que en una de las muchas cartas que intercambió el señor García Márquez le escribió lo siguiente, referente al inicio de las novelas: «El primer párrafo puede ocupar un año, y el resto tres meses». Y en ese momento me dije a mí mismo: «He ahí uno de los pilares de la narración». Lejos de mi intención el querer compararme a tan excelsa pluma (más quisiera yo…) pero con esa reflexión, que tan evidente (y cruda) resulta cuando uno se mete en faena y labia en ristre y se pone a narrar, estuve tan perfectamente de acuerdo que volví a verme a mí mismo en varias ocasiones, cada vez que me encontraba a punto de ponerme al frente de una novela o de un relato. Comenzar, sin duda alguna, es lo peor. Y por ello el simple recuerdo de aquellos primeros párrafos, sean los de la novela o los de un capítulo o fragmento especialmente importante en la historia, bastan para empequeñecer los desvelos y dificultades de cerrar la novela.
Parece ilógico, ¿no es cierto? Con lo último que se va a quedar el lector, resulta evidente, es con lo último que haya leído. Como autor no puede esperar uno que al lector le quede del resto de la novela (y ni siquiera del final) más que un poso incluso inconsciente y por eso se tiende a cuidar el final, a mimarlo para que el receptor lo trague sin problemas y hasta le sepa dulce, amargo o picante; eso ya al gusto de la intención del autor. Sin duda el final es importante, (¿quién no ha escuchado aquello de no me ha gustado el final como sinónimo de que la historia, si acaso era buena, se vio arruinada por la conclusión y la manera de cerrarse?) pero no cabe olvidar, jamás, que para que el lector alcance ese final hay que haberle ofrecido un buen motivo para ello. Y todo, absolutamente todo, comienza por un buen principio.
Tendemos a imaginar, como lectores, que el principio no tiene realmente tanto interés, que es poco más que un trámite por el que pasar antes de introducirnos en el meollo de la novela que es lo que, en el fondo, nos ha llevado a leerla. De manera inconsciente (y no me quito, por supuesto) solemos obviarlo, hasta el punto que al cabo de cien páginas somos prácticamente incapaces de explicarle a alguien cómo empezaba exactamente la novela sin volver a releerla por encima. Y sin embargo, como en un plato de cocina, esa primera impresión no por inmediata y perfectamente olvidable resulta menos crucial. Y al pensar en ello siempre recuerdo las palabras de un profesor de universidad del que guardo un gratísimo recuerdo (creo que es el único en toda aquella facultad de Derecho) por ser una de las personas con mayor juicio y sentido común que he conocido en mi vida: «Sólo si me gusta la primera frase, le doy la oportunidad al párrafo. Si me gusta el párrafo al capítulo. Y sólo si me gusta el primer capítulo me aventuro hasta el final de la novela».
Un servidor, de momento, se ha trabajado un buen principio. A la altura del final, por supuesto, no os vayáis a pensar lo contrario.
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