sábado, 22 de junio de 2013

LOS MOLINOS CONTRA DON QUIJOTE

Allá va el capítulo IX, liquidado en tan poco tiempo que he tenido que revisarlo un par de veces a ver si estaba todo. Como anunciaba en el último artículo, el paso a limpio de la novela está siguiendo un planning faraónico y estoy saliendo a un capítulo completo revisado y con fragmentos traducidos por semana. No he llegado aún ni siquiera a la mitad del proceso pero ya no anda tan lejos como hace tan sólo unos meses, en que todavía estaba en bregas con el denso capítulo XXII. También he de confesar que, como a este último capítulo citado el IX se ha llevado una buena «limpia», y es que de los pasajes escritos sin una continuidad inmediata (más querría yo que permitirme no dedicarme nunca a otra cosa que no fuera escribir) y prácticamente ad hoc tienden a no casar demasiado bien unos con otros. Son presas del estado de ánimo del autor en tal o cual momento, de las inquietudes de ese mismo día y, por supuesto (¿quién va a negarlo?), de las lecturas que en ese momento se lleven. Es curioso, por ejemplo, descubrir en el capítulo II un diálogo entre los protagonistas cuyo lenguaje recuerda horrores al del Ingenioso Hidalgo y su siempre lúcido escudero y es que, no en vano, en aquel momento le estaba metiendo mando a la segunda parte de Don Quijote. La escritura se vuelve más filosófica y sentimentaloide con Muriel Barbery en la estantería, más envalentonada con un Tonino Benacquista y decididamente más descarnada e «histórica» (si es que el trasfondo por el que se mueven Galván et consortes puede ser considerado histórico) con un Jean Teulé o un Sapkowski en las manos.

  

Mas el objeto de esta entrada era otro, el de hablar de «Los molinos contra Don Quijote». No es ninguna obra ni ninguna expresión acuñada, pero la construcción me ha parecido de lo más adecuada para introducir un concepto con el que recuerdo que estuve coqueteando en los capítulos VIII y IX y que luego vuelve a hacer su aparición en capítulos siguientes; de hecho casi hasta el final de la novela. La idea se basa en la simple subversión de los arquetipos literarios, lo cual, en principio, no resulta en absoluto novedoso ni original (el humor, desde tiempos inmemoriales, se basa casi exclusivamente en ello). El quid de la cuestión reside en el engaño temporal, y en convencer al lector de que se le ha metido por una senda cerrada y previsible que de pronto se va a caer a pedazos y revelar las auténticas dimensiones y posibilidades de la historia. En otras palabras, demostrarle que el bueno es muy bueno y que el malo es muy malo, que tal personaje no se salva ni a tiros (ni a flechazos, por quedarnos en lo estrictamente medieval) y que a este pobre, como es tonto consagrado, lo van a engañar y traicionar a la primera de cambio. Una vez hecho eso se corre el velo y resulta que el bueno es malo, que el malo es todavía peor, que el insalvable se salva y que el tonto era tan listo que resultaba convincente.

 

Tampoco cabe abusar de ello, pues es insostenible un personaje que esconda sus verdaderas intenciones durante nueve décimas partes de la obra sin resultar previsible y tedioso tanto de escribir como de leer. Hay que proporcionarle al lector alguna que otra pista de lo que ocurre en realidad, aunque éstas no tienen que ser necesariamente visibles ni totalmente comprensibles en el momento (solía decir uno de mis profesores de Hermenéutica que lo bueno de releer una novela de misterio era que uno se daba cuenta de lo imbécil que era, y de la cantidad de veces que le habían dicho quién era el asesino). De este modo el engaño previo sorprende más que desconcierta e ilusiona más que decepciona. No puede hacerse crecer un personaje a la sombra de un concepto y decidir en el último momento que cojeaba del pie contrario. En mi opinión resulta insultante, y una infamia en cuanto al sacrosanto pacto autor-lector. Puede, llegado el caso, dársele la vuelta a un personaje o a un hilo después de casi toda la obra consumida siempre que no sean principales, pero de otra manera (siempre en mi opinión, no lo olvidemos) el artificio queda demasiado ad hoc y demasiado folletinesco, en que en apenas veinte páginas salen tantos hijos y padres secretos y tantos bebés cambiados al nacer que parece que al autor le hubieran dado un tope para dejar atadas todas las tramas de cualquier manera.

 

Pero regresando con don quijotes y molinos me refería a la técnica de subvertir personajes e hilos que el lector no pueda sospechar que pudieran serlo. El que tal o cual situación de un giro no sólo inesperado sino a priori imposible, el que un personaje haga algo por completo contrario a su forma de ser y traicione a quien no debía traicionar. Y que estas situaciones no sorprendan por el hecho del tiempo que llevaban ya personajes e hilos en escena (que sería lo más fácil), sino por la maña que se ha dado el autor en convencer al lector de lo que parecía inmutable. Persuadiéndole, por ejemplo, de que si el protagonista muere a mitad de la historia, ésta no podrá continuar de manera consecuente (y de esto saben bastante los pobres Stark), o de que él y su antagonista son tan irreconciliables que va en contra de toda lógica que ambos se unan para enfrentarse a un tercero sin matarse después el uno al otro…


Los ejemplos son incontables pero, personalmente, mis preferidos son los que se basan en la subversión de arquetipos más que en la de personajes o hilos, esto es en los de romper clichés. Pero no romperlos sin más, por simple anarquía literaria, sino siempre con una intención bien estudiada que les haga de sombra, y que la doncella no sea horrenda sólo por resultar gracioso u original sino porque ello de pie a algo más sustancioso. También me encanta, y es algo que me descubrieron mis primeras lecturas del archicitado Sapkowski, la ruptura de un cliché ya roto. Ya hace mucho que las doncellas desvalidas de pronto se sacan un cuchillo del escote y le rebanan al ogro la entrepierna, que el ogro en realidad no era tan malo sino un pobre alma atormentada, y que el malo en realidad era el enamorado de la doncella que la traiciona por otra más joven y que está de mejor ver. Todos estos clichés se rompieron en su momento, y se hizo con tanto éxito que se han convertido a su vez en clichés que ahora pueden volver a romperse creando el mismo efecto que se buscó en origen. Pues puede que, dándole la vuelta a la historia, la doncella no sea tan hermosa ni esté tan mal encerrada si es capaz de mutilar a sangre fría y de manera tan cruel a un pobre ogro carcelero.

miércoles, 12 de junio de 2013

REENCUENTROS Y CUENTACUENTOS

Lo primero sería, supongo, justificar la dilatada ausencia del humilde creador de este blog en el mismo, pues se hace fácil pensar –y me incluyo entre los malpensadores– al encontrar un blog abandonado durante tantas semanas que el autor se ha cansado de él encontrando algo mejor que hacer o que la razó, que dirían los compadres troveros de Occitania, o motivo de existir se ha esfumado o ha menguado tanto que ya no le compensa el seguir con esto de darle a las teclas a través de un blog. Ni uno ni lo otro, que nadie se asuste, tan sólo ha ocurrido que la profesión de uno (que en el fondo es la que le da de comer y la pecunia todo lo puede) lo ha tenido atrapado de más durante dos meses y pico y alejado de plumas y tinteros digitales. Lo segundo, ergo, que sea pedir disculpas por ello.

 

Recalando ahora por feudo de novedades me temo que tampoco tengo muchas ni buenas que ofrecer. Por supuesto pese al mayor número de horas de trabajo remunerado he conseguido robar de aquí y allá algo de tiempo para seguir con el paso a limpio de la novela, y en el momento de escribir este artículo se va agotando ya el capítulo VIII y el IX teme ya por lo que pueda durar. Según el primer calendario que me propuse (¿pero quién llega a seguir en verdad un calendario?) la cosa debería andar ya por el capítulo XIV o XV así que por desgracia (mi bienestar financiero seguramente opinará de otro modo) el paso a limpio y versión final se retrasarán al menos un par de meses. No obstante ya estoy otra vez ávido de letras, así que algo de suerte mediante creo que seré capaz de mantener un buen ritmo de aquí al verano y durante éste, esperando dejarlo todo más que finiquitado para el equinoccio de otoño. Título incluido, ya que si bien es lo último que se pone siempre va surgiendo alguno mientras se escribe y, por el momento, para un humilde autor sigue siendo res incognita. Mi querida revisora se ve capaz de ponerle uno cuando acabe de leerlo y suelen dársele bien estas cosas, así que de momento no me preocupa.

 

De momento quede como anécdota eso, que pese a haber acabado el primer borrador y en esencia querer cambiar poco de la historia (sólo algunos nombres, personajes y hacer limpieza de «paja» que en el caso de un servidor nunca viene mal) el autor no tiene ni la más remota idea de qué título ponerle a la novela. Ninguno que me satisfaga al menos, ninguno que resulte revelador sin revelar demasiado, que resulte atractivo sin resultar banal, y quizá que se aparte de las construcciones de sustantivos y adjetivos arquetípicos que tanto pululan por el género fantástico o histórico (y no miro a nadie, don G.R.R. «sustantivo+(de)+sustantivo» Martin). Resulta también curioso, ahora que me he puesto de nuevo con la novela tras un parón de varias semanas, fijarse en que el punto en que lo dejé en esta ocasión y en el que lo dejé durante un parón de varios meses cuando empecé con el primer borrador son prácticamente el mismo, la mitad del capítulo VII, como si se tratase de algún tipo de punto de inflexión velado o, al menos, no pretendido. ¿Casualidad? Por qué no, pero no deja de ser curioso.

 

Me hallo ya cerca, además, de un pasaje que sí encierra cierto significado especial para un servidor, que es entrañable, incluso, y que si ya disfruté concibiéndolo y poniéndolo sobre un papel lo hago todavía mucho más al releerlo ahora. Para un lector cualquiera la escena quizá no vaya más allá del simple diálogo entre dos personajes con una reflexión apenas velada revoloteando por encima. Puede, ahora que lo pienso, resultar el pasaje hasta un poco superfluo, como encolado sin ganas al capítulo, pero como todo en literatura acaba por pintar mucho más de lo que parece a simple vista. La escena es la que sigue: maese Reynald Dubec (a quien ya presenté en esta entrada) y una doncella llamada Glymgline (élfico hasta resultar estomagante, pero su razón tiene), discurren sobre esto y aquello mientras los personajes principales duermen y acaban por toparse con el porqué de los juglares, troveros y demás. El por qué a alguien puede gustarle inventar historias que contar y del poco provecho que de ello se saca más allá de un breve momento de ovación (y las más veces ni eso).

 

No desvelaré nada más del pasaje ni de su conclusión, por supuesto, pero su cercanía me ha llevado a recordar qué fue lo que me inspiró. No fue otra cosa que el descubrimiento –o la repentina consciencia, más bien–, hace ya tanto tiempo y con unos cuantos renglones ya sobre el lomo, que todos aquellos que tenemos la osadía de llamarnos autores somos huérfanos en cierto modo. Si a la osadía le añadimos osadía y media y nos atrevemos a colocar en un mismo saco a un Borges, a un Poe, a un Montaigne, a un Cervantes, un Dante y un Ovidio, y con ellos a cualquiera de estos enanos que seguimos garabateando papeles con milongas y pretendemos imitar a estos gigantes todos acabamos por descender sobre el papel (y nunca mejor dicho) de unos ancestros intelectuales tan remotos como desconocidos. Al igual que ocurre con el resto de las bellas artes clásicas resulta imposible desvelar cualquiera de los orígenes más primigenios de la literatura. ¿Quién fue el primer literato? ¿El primer cuentacuentos? ¿Qué gesta fue la primera en ser considerada digna de ser transmitida al resto del clan? La pulsión humana de contar es aún más vieja que el propio ser humano y que la propia historia, y darle respuestas a quién engendró a quién y a qué en aquellos primeros relatos amén de resultar quimérico barrería de un plumazo cualquier encanto que el asunto pudiera tener.

 

Por ello toda esta reflexión sobre juglares y troveros no está abocada a ningún fin, pero hablando de curiosidades me ha parecido interesante hablar aquí de un reciente homenaje rendido (por imposible que pueda parecer, en nuestra a menudo inculta piel de toro) a aquellos primerísimos «maestros cuentacuentos». Se trata de un proyecto titulado Historias de cueva en cueva, que consiste en la difusión de la narración oral y entre otras cosas en reunir a diversos narradores de toda índole en varias cuevas prehistóricas emblemáticas por todo el mundo (y que muy recientemente ha pasado por la archiconocida Atapuerca) simplemente para reconstruir en ellas lo que sin duda ya ocurrió durante los primeros pasos de la literatura humana: contar historias.

 

¿Qué mejor manera de dar las gracias a nuestros desconocidos padres literarios, a nuestros ancestros culturales, a aquellos remotísimos artistas sin los cuales (que a nadie le quepa duda) jamás un Caín o un Abel se habrían enfrentado, jamás habría habido una Ítaca ni un Grial, jamás un Quijote habría desfecho entuerto alguno en los mares de la Mancha, ni habría habido dos amantes en Verona, un pequeño príncipe en un satélite o la sombra de un ciprés se habría vuelto alargada? «Y no; no hay nada más importante en este mundo. Ni en ningún otro», que diría maese Reynald.