lunes, 19 de agosto de 2013

CHIRRIDOS NARRATIVOS

Me encontraba viendo hace algunos días la versión cinematográfica de Los juegos del hambre (cuya homónima novela confieso que no he leído pero es firme candidata a entrar en mi lista de futuras lecturas) con unos amigos y aunque ese escenario distópico (sin llegar a caer del todo en la ciencia ficción) me pareció interesante hubo ciertos detalles que, en opinión de todos, hacían que la narración chirriase como una ventana sobre guías oxidadas. Pues si bien es cierto que el planteamiento me recordó muy gratamente a mis lecturas juveniles sobre un joven llamado Teseo y su minotauro (algún día, si me da por ahí, contaré aquí como el mismo mito no deja de repetirse en la cultura popular celta y posterior literatura medieval con una pareja llamada Tristán e Iseo), a ese «entretenednos con sangre u os recordaremos por qué os dominamos», ciertos detalles de la trama costaba encajarlos por su poca lógica o irrealidad.

 

Porque una cosa es introducirse en el terreno de lo mágico y lo imposible, introducirse quizá en el marco de la épica, en que toda proeza está al alcance de los dedos del héroe o heroína, pero como al parecer la narración de esta historia tira por otros derroteros muy alejados las incongruencias chirrían si cabe con más fuerza. Ignoro si ocurre lo mismo en la novela original (repito que –aún– no he tenido ocasión de leerla) pero en cualquier caso en su adaptación para la gran pantalla la trama queda tan forzada en ciertos momentos que resulta risible, casi como un guion propio de la mejor serie B de los ochenta (género, por otro lado, del que soy fanático acérrimo). Nada está forzado en líneas generales pues, pienso, resultaría demasiado evidente y tan sólo se aprecian las más que típicas presentaciones y explicaciones ultra abreviadas con respecto a lo que sería un ritmo literario (cosa perfectamente comprensible). La cosa cambia –y mucho– cuando nos introducimos en el diabólico mundo de los detalles, siempre prestos a chafar una historia o a desvelar la mentira que ya se quería irrefutable.

 

Pues no sólo la protagonista es capaz de encontrar sistemáticamente una rama horizontal y que pueda sostenerla sin problemas en cada árbol al que trepa sino que sobrevive más de una vez gracias a la pasmosa inutilidad de sus contrincantes (que de fieros y maquiavélicos cazadores pasan a convertirse paulatinamente en presas necesarias) y cuenta con un arma que de despertar sonrisas pasa a provocar carcajadas hacia el final del film. Repito que ignoro si la obra de Suzanne Collins sigue los mismos pasos pero si ya duele ver cómo el primer y único arma que cae en manos de la protagonista es precisamente un arco, que es lo que ella mejor controla (¿Azar divino? Bueno, pero aun así), un aljaba que jamás se vacía (e incluso se rellena como por arte de magia) sin que se detenga a recoger ninguna flecha raya en lo cómico. Por no hablar de cómo, al librarse de una trampa, parece quedarse quieta a ver si hay más sin que otro cazador lo aproveche o del incongruente camuflaje exprés del segundo protagonista…

 

Como decía a uno de los presentes mientras se reía, todo aquello eran las conocidas como «necesidades narrativas», o cómo un hecho o un nexo que quizá son demasiado forzados son tan necesarios en cierto momento que la única opción del autor es, a menudo, tratar de disimularlos y mimar el arco general, confiando en que por lo menos éste sea sólido. Suele tratarse de detalles, de fragmentos algo inciertos o transiciones extrañas en los que las más veces el lector apenas si repara, más centrado, como decía, en el hilo general que es el que en el fondo lo mantiene leyendo. Los quebraderos de cabeza que acarrean son infinitos, especialmente (al menos en mi caso) por la poca repercusión que luego tendrán en el cuadro principal del texto, sólo comparable al peligroso bochorno que supone que uno solo de estos «puntos forzados» llegue a ser detectado después.

 

Y es que, si las cumbres argumentales de una obra están más que claras y casi redactadas en la cabeza de uno incluso antes de empezar a escribir, aún queda sacar la linterna y empezar a iluminar trechos entre una elevación y la siguiente. Me explico: si dentro de una novela el protagonista ha de hallarse en un punto inicial A y llegar a un destino B cruzando por el nudo argumental C, las líneas transicionales entre los tres puntos son las más arduas y escurridizas a la hora de escribir, ya que han de despertar el suficiente interés en el lector como para que le apetezca continuar hasta el siguiente punto sin por ello abusar de la miel que se le suministrará en los puntos clave. Y si bien el armazón de estos puentes entre los arquetípicos planteamiento nudo y desenlace, puede parecer sencillo (si la transición es meramente geográfica, por ejemplo, debería bastar con imaginar un viaje para tender ambos extremos) baste con decir que fragmentos tan potencialmente catastróficos como el comienzo de la historia o la preparación del final se incluyen entre ellos.

 

Por decirlo en otras palabras, construir los nexos que «rellenen» la historia entre los distintos fragmentos más jugosos es como trazar un camino que nunca sea feo, pero en el que ningún trecho resulte más bonito que el anterior o el viajero se dará la vuelta. Y en estos laboriosos empedrados es cuando algún paisaje indócil debe ser domado y las necesidades narrativas, que pueden no ir más allá de un simple adoquín, comienzan a abundar como setas si uno no se anda con pies de plomo. Pero en fin, son gajes del oficio y en el claro, cómodo y cada vez más sorprendente camino está el don de la narración y la literatura. Y en estos puentes, que son los armazones que en el fondo sostienen la obra, está la sabrosa trinchera que con gusto recorremos junto al héroe para verlo crecido y en su justo final. El resto son planteamiento, nudo y desenlace, y jamás un autor en la historia brilló por mostrar un nudo atado o desatado, sino precisamente por cómo desatarlo.

miércoles, 14 de agosto de 2013

HISTORIAS DE TRUJAMANES

En plena y larga (mucho más de lo esperado) labor de reescritura y paso a limpio del manuscrito original de la novela acabo de alcanzar, por fin, la mitad del capítulo XIII, que en términos generales señala la mitad de la obra. Me encuentro ahora en bregas con los capítulos centrales, los cuales vienen absorbiendo todos los acontecimientos y enredos de los primeros capítulos para constituir lo que acertadamente conocemos como nudo antes de desenredarse en la segunda parte y unirse hacia el final de la obra.

 

Confieso que no los recordaba tan farragosos y llenos de contradicciones y correcciones (no debió de ser buena época para escribir, aunque no recuerdo por qué exactamente) por lo que realmente me lleva casi más tiempo decidir qué fragmentos escoger y cuáles desechar que pasarlos a limpio. En cualquier caso en ello estoy y esto sigue avanzando a un ritmo aceptable, incluso con capítulos, como el XII, que cuadruplican el número de páginas «medio» de los capítulos de la novela, lo cual se debe, en gran medida, a la inclusión de una historia narrada por un personaje a los demás al final del capítulo.

 

Los que me hayan leído (y los que no, arriba a la derecha hay un link a la primera novela) sabrán que soy muy aficionado a incluir historias dentro de historias. Con historias terciarias incluidas en las secundarias, incluso, pero (lo prometo) guardando siempre una coherencia que no acabe por perder al lector. Costumbre por otra parte no poco medieval (Giovanni Bocaccio o Geoffrey Chaucer son buenos ejemplos) pero también muy renacentista; si es que acaso este recurso literario no debería ser considerado (como todos) tan antiguo como el propio y antediluviano arte de la narración. Personalmente lo encuentro tremendamente útil desde el punto de vista narrativo, ya que permite introducir desarrollos, explicaciones o presentaciones de una manera más amena que una larga conversación de preguntas y respuestas con tediosas listas de detalles. Es decir, permite «enmascarar» un volumen denso de información que el lector obviaría o leería sin ningún interés sino se le diese en el estético envoltorio que es un cuento. Los dos autores antes citados no incluyen estas historias en el interior de otra más grande con este propósito, sino más bien al contrario (el marco general es el pretexto para los pequeños cuentos) pero la presentación y encastre dentro de la obra son similares y por ello los nombro.

 

La historia que aparece en el capítulo XII sale de boca del «cuentacuentos» por excelencia de esta obra y que no es otro que maese Reynald Dubec (de quien ya hablé y presenté aquí) y se trata de El lai de Yonec, de María de Francia. Antes de que nadie achaque a este humilde autor su falta de originalidad, por más que la quiera disfrazar de homenaje, un servidor se defiende con varios hechos. El primero es que no se trata de una copia literal sino una adaptación ad hoc para la novela (ni siquiera se nombra al tal Yonec), el segundo que está realizado a partir de una traducción/interpretación propia, y el tercero que la propia autora no se considera como tal (y no sería la primera ni la última, como nos muestra el buen Don Miguel siglos después) sino como una simple redactora/compiladora de relatos populares de Bretaña. En sus propias palabras dentro de su prólogo, de manera a poder preservarlos y crear algo que divirtiera a la par que instruyese, siguiendo el ejemplo de los autores grecolatinos.

 

Así pues la historia aparece en la novela no como un fragmento en verso o una composición original (como sí lo hacen tantos otros, al igual que en la primera novela) ni como una historia estrictamente parte de la misma sino más bien como una adaptación ad hoc que acaba funcionando igual que ambas. Por un lado tiene el regusto a texto rigurosamente medieval que, en términos simples, adorna a la vez que entretiene, y por otro está lo suficientemente bien escogido y arreglado para que sirva de catalizador metafórico de lo que ocurre en el escenario real de la acción. El personaje del juglar por un momento suplanta a la voz del narrador omnisciente, como una especie de disfrazado coro grecolatino (nihil novum sub solem) y pone en evidencia a través de la historia una situación de la que todos son conscientes sin atreverse a serlo. Algo que en principio podría parecer baladí pero que en lo sucesivo tendrá tremendas consecuencias para Galván y los suyos así como para el desarrollo de lo que queda de novela. Si Reynald Dubec es poco ducho en armas blancas sí que lo es en batirse con la lengua, y en diversas ocasiones de la obra usará de las artes que tiene para imponerse como trujamán entre los acontecimientos principales y los personajes, revelando la importancia (y el poder) que pueden tener una lengua y una mente clara que traslade los mensajes de un lenguaje a otro.

 

Como sabrá más de alguno de los que leen este blog soy traductor e intérprete profesional, y por ello no me son desconocidos ni la responsabilidad ni los peligros de trasladar un discurso entre lenguas. Especialmente en los dominios de la oralidad, que son los del intérprete que una vez (salvando las enormes distancias históricas y técnicas que existen entre ambos) fue conocido con el sonoro nombre de trujamán. Si uno revisa crónicas y relatos históricos se dará cuenta enseguida de la importancia de estos personajes (huelga hablar de las primeras cruzadas o de la conquista de América, por ejemplo, y eso sin entrar en terrenos mercantiles) y de la gran confianza que debían depositar necesariamente en ellos gobernantes y autoridades, ya que acababan por convertirse en su propia lengua sin poder estar jamás seguros de lo que ésta había dicho en realidad. Un trujamán poco hábil, uno interesado o uno vendido podían convertirse en una pesadilla y volver del revés las peores situaciones, por lo que ese pequeño personaje del que poco más se recuerda que su nombre (si es que se recuerda) y del que no se preciaba más que su capacidad para hablar varias lenguas era el que en ciertos momentos críticos acababa sujetando todos los hilos de una situación delicada.

 

Amén de la figura de Reynald en la novela, que actúa más como coro que como verdadero intérprete, sale a escena durante varios capítulos otro personaje que sí escenifica (y homenajea, por qué voy a negarlo si es cofrade) estas artes e importancia de los trujamanes. Se trata de uno muy querido por el autor y que tiene el nombre de Reinmar von Trimingen, un misterioso trovador (si es que por su oficio no queda ya clara su malicia) que aparece en campo enemigo y que juega con sus dos caras y sus dos lenguas para alcanzar otros propósitos que distan mucho de los que salen de sus labios. ¿Para bien o para mal de Galván y su grupo? Eso queda descubrirlo en la novela. En cualquier caso ahí va mi pequeño y disfrazado tributo a mi profesión.