Me encontraba viendo hace algunos días la versión cinematográfica de Los juegos del hambre (cuya homónima novela confieso que no he leído pero es firme candidata a entrar en mi lista de futuras lecturas) con unos amigos y aunque ese escenario distópico (sin llegar a caer del todo en la ciencia ficción) me pareció interesante hubo ciertos detalles que, en opinión de todos, hacían que la narración chirriase como una ventana sobre guías oxidadas. Pues si bien es cierto que el planteamiento me recordó muy gratamente a mis lecturas juveniles sobre un joven llamado Teseo y su minotauro (algún día, si me da por ahí, contaré aquí como el mismo mito no deja de repetirse en la cultura popular celta y posterior literatura medieval con una pareja llamada Tristán e Iseo), a ese «entretenednos con sangre u os recordaremos por qué os dominamos», ciertos detalles de la trama costaba encajarlos por su poca lógica o irrealidad.
Porque una cosa es introducirse en el terreno de lo mágico y lo imposible, introducirse quizá en el marco de la épica, en que toda proeza está al alcance de los dedos del héroe o heroína, pero como al parecer la narración de esta historia tira por otros derroteros muy alejados las incongruencias chirrían si cabe con más fuerza. Ignoro si ocurre lo mismo en la novela original (repito que –aún– no he tenido ocasión de leerla) pero en cualquier caso en su adaptación para la gran pantalla la trama queda tan forzada en ciertos momentos que resulta risible, casi como un guion propio de la mejor serie B de los ochenta (género, por otro lado, del que soy fanático acérrimo). Nada está forzado en líneas generales pues, pienso, resultaría demasiado evidente y tan sólo se aprecian las más que típicas presentaciones y explicaciones ultra abreviadas con respecto a lo que sería un ritmo literario (cosa perfectamente comprensible). La cosa cambia –y mucho– cuando nos introducimos en el diabólico mundo de los detalles, siempre prestos a chafar una historia o a desvelar la mentira que ya se quería irrefutable.
Pues no sólo la protagonista es capaz de encontrar sistemáticamente una rama horizontal y que pueda sostenerla sin problemas en cada árbol al que trepa sino que sobrevive más de una vez gracias a la pasmosa inutilidad de sus contrincantes (que de fieros y maquiavélicos cazadores pasan a convertirse paulatinamente en presas necesarias) y cuenta con un arma que de despertar sonrisas pasa a provocar carcajadas hacia el final del film. Repito que ignoro si la obra de Suzanne Collins sigue los mismos pasos pero si ya duele ver cómo el primer y único arma que cae en manos de la protagonista es precisamente un arco, que es lo que ella mejor controla (¿Azar divino? Bueno, pero aun así), un aljaba que jamás se vacía (e incluso se rellena como por arte de magia) sin que se detenga a recoger ninguna flecha raya en lo cómico. Por no hablar de cómo, al librarse de una trampa, parece quedarse quieta a ver si hay más sin que otro cazador lo aproveche o del incongruente camuflaje exprés del segundo protagonista…
Como decía a uno de los presentes mientras se reía, todo aquello eran las conocidas como «necesidades narrativas», o cómo un hecho o un nexo que quizá son demasiado forzados son tan necesarios en cierto momento que la única opción del autor es, a menudo, tratar de disimularlos y mimar el arco general, confiando en que por lo menos éste sea sólido. Suele tratarse de detalles, de fragmentos algo inciertos o transiciones extrañas en los que las más veces el lector apenas si repara, más centrado, como decía, en el hilo general que es el que en el fondo lo mantiene leyendo. Los quebraderos de cabeza que acarrean son infinitos, especialmente (al menos en mi caso) por la poca repercusión que luego tendrán en el cuadro principal del texto, sólo comparable al peligroso bochorno que supone que uno solo de estos «puntos forzados» llegue a ser detectado después.
Y es que, si las cumbres argumentales de una obra están más que claras y casi redactadas en la cabeza de uno incluso antes de empezar a escribir, aún queda sacar la linterna y empezar a iluminar trechos entre una elevación y la siguiente. Me explico: si dentro de una novela el protagonista ha de hallarse en un punto inicial A y llegar a un destino B cruzando por el nudo argumental C, las líneas transicionales entre los tres puntos son las más arduas y escurridizas a la hora de escribir, ya que han de despertar el suficiente interés en el lector como para que le apetezca continuar hasta el siguiente punto sin por ello abusar de la miel que se le suministrará en los puntos clave. Y si bien el armazón de estos puentes entre los arquetípicos planteamiento nudo y desenlace, puede parecer sencillo (si la transición es meramente geográfica, por ejemplo, debería bastar con imaginar un viaje para tender ambos extremos) baste con decir que fragmentos tan potencialmente catastróficos como el comienzo de la historia o la preparación del final se incluyen entre ellos.
Por decirlo en otras palabras, construir los nexos que «rellenen» la historia entre los distintos fragmentos más jugosos es como trazar un camino que nunca sea feo, pero en el que ningún trecho resulte más bonito que el anterior o el viajero se dará la vuelta. Y en estos laboriosos empedrados es cuando algún paisaje indócil debe ser domado y las necesidades narrativas, que pueden no ir más allá de un simple adoquín, comienzan a abundar como setas si uno no se anda con pies de plomo. Pero en fin, son gajes del oficio y en el claro, cómodo y cada vez más sorprendente camino está el don de la narración y la literatura. Y en estos puentes, que son los armazones que en el fondo sostienen la obra, está la sabrosa trinchera que con gusto recorremos junto al héroe para verlo crecido y en su justo final. El resto son planteamiento, nudo y desenlace, y jamás un autor en la historia brilló por mostrar un nudo atado o desatado, sino precisamente por cómo desatarlo.
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