miércoles, 14 de agosto de 2013

HISTORIAS DE TRUJAMANES

En plena y larga (mucho más de lo esperado) labor de reescritura y paso a limpio del manuscrito original de la novela acabo de alcanzar, por fin, la mitad del capítulo XIII, que en términos generales señala la mitad de la obra. Me encuentro ahora en bregas con los capítulos centrales, los cuales vienen absorbiendo todos los acontecimientos y enredos de los primeros capítulos para constituir lo que acertadamente conocemos como nudo antes de desenredarse en la segunda parte y unirse hacia el final de la obra.

 

Confieso que no los recordaba tan farragosos y llenos de contradicciones y correcciones (no debió de ser buena época para escribir, aunque no recuerdo por qué exactamente) por lo que realmente me lleva casi más tiempo decidir qué fragmentos escoger y cuáles desechar que pasarlos a limpio. En cualquier caso en ello estoy y esto sigue avanzando a un ritmo aceptable, incluso con capítulos, como el XII, que cuadruplican el número de páginas «medio» de los capítulos de la novela, lo cual se debe, en gran medida, a la inclusión de una historia narrada por un personaje a los demás al final del capítulo.

 

Los que me hayan leído (y los que no, arriba a la derecha hay un link a la primera novela) sabrán que soy muy aficionado a incluir historias dentro de historias. Con historias terciarias incluidas en las secundarias, incluso, pero (lo prometo) guardando siempre una coherencia que no acabe por perder al lector. Costumbre por otra parte no poco medieval (Giovanni Bocaccio o Geoffrey Chaucer son buenos ejemplos) pero también muy renacentista; si es que acaso este recurso literario no debería ser considerado (como todos) tan antiguo como el propio y antediluviano arte de la narración. Personalmente lo encuentro tremendamente útil desde el punto de vista narrativo, ya que permite introducir desarrollos, explicaciones o presentaciones de una manera más amena que una larga conversación de preguntas y respuestas con tediosas listas de detalles. Es decir, permite «enmascarar» un volumen denso de información que el lector obviaría o leería sin ningún interés sino se le diese en el estético envoltorio que es un cuento. Los dos autores antes citados no incluyen estas historias en el interior de otra más grande con este propósito, sino más bien al contrario (el marco general es el pretexto para los pequeños cuentos) pero la presentación y encastre dentro de la obra son similares y por ello los nombro.

 

La historia que aparece en el capítulo XII sale de boca del «cuentacuentos» por excelencia de esta obra y que no es otro que maese Reynald Dubec (de quien ya hablé y presenté aquí) y se trata de El lai de Yonec, de María de Francia. Antes de que nadie achaque a este humilde autor su falta de originalidad, por más que la quiera disfrazar de homenaje, un servidor se defiende con varios hechos. El primero es que no se trata de una copia literal sino una adaptación ad hoc para la novela (ni siquiera se nombra al tal Yonec), el segundo que está realizado a partir de una traducción/interpretación propia, y el tercero que la propia autora no se considera como tal (y no sería la primera ni la última, como nos muestra el buen Don Miguel siglos después) sino como una simple redactora/compiladora de relatos populares de Bretaña. En sus propias palabras dentro de su prólogo, de manera a poder preservarlos y crear algo que divirtiera a la par que instruyese, siguiendo el ejemplo de los autores grecolatinos.

 

Así pues la historia aparece en la novela no como un fragmento en verso o una composición original (como sí lo hacen tantos otros, al igual que en la primera novela) ni como una historia estrictamente parte de la misma sino más bien como una adaptación ad hoc que acaba funcionando igual que ambas. Por un lado tiene el regusto a texto rigurosamente medieval que, en términos simples, adorna a la vez que entretiene, y por otro está lo suficientemente bien escogido y arreglado para que sirva de catalizador metafórico de lo que ocurre en el escenario real de la acción. El personaje del juglar por un momento suplanta a la voz del narrador omnisciente, como una especie de disfrazado coro grecolatino (nihil novum sub solem) y pone en evidencia a través de la historia una situación de la que todos son conscientes sin atreverse a serlo. Algo que en principio podría parecer baladí pero que en lo sucesivo tendrá tremendas consecuencias para Galván y los suyos así como para el desarrollo de lo que queda de novela. Si Reynald Dubec es poco ducho en armas blancas sí que lo es en batirse con la lengua, y en diversas ocasiones de la obra usará de las artes que tiene para imponerse como trujamán entre los acontecimientos principales y los personajes, revelando la importancia (y el poder) que pueden tener una lengua y una mente clara que traslade los mensajes de un lenguaje a otro.

 

Como sabrá más de alguno de los que leen este blog soy traductor e intérprete profesional, y por ello no me son desconocidos ni la responsabilidad ni los peligros de trasladar un discurso entre lenguas. Especialmente en los dominios de la oralidad, que son los del intérprete que una vez (salvando las enormes distancias históricas y técnicas que existen entre ambos) fue conocido con el sonoro nombre de trujamán. Si uno revisa crónicas y relatos históricos se dará cuenta enseguida de la importancia de estos personajes (huelga hablar de las primeras cruzadas o de la conquista de América, por ejemplo, y eso sin entrar en terrenos mercantiles) y de la gran confianza que debían depositar necesariamente en ellos gobernantes y autoridades, ya que acababan por convertirse en su propia lengua sin poder estar jamás seguros de lo que ésta había dicho en realidad. Un trujamán poco hábil, uno interesado o uno vendido podían convertirse en una pesadilla y volver del revés las peores situaciones, por lo que ese pequeño personaje del que poco más se recuerda que su nombre (si es que se recuerda) y del que no se preciaba más que su capacidad para hablar varias lenguas era el que en ciertos momentos críticos acababa sujetando todos los hilos de una situación delicada.

 

Amén de la figura de Reynald en la novela, que actúa más como coro que como verdadero intérprete, sale a escena durante varios capítulos otro personaje que sí escenifica (y homenajea, por qué voy a negarlo si es cofrade) estas artes e importancia de los trujamanes. Se trata de uno muy querido por el autor y que tiene el nombre de Reinmar von Trimingen, un misterioso trovador (si es que por su oficio no queda ya clara su malicia) que aparece en campo enemigo y que juega con sus dos caras y sus dos lenguas para alcanzar otros propósitos que distan mucho de los que salen de sus labios. ¿Para bien o para mal de Galván y su grupo? Eso queda descubrirlo en la novela. En cualquier caso ahí va mi pequeño y disfrazado tributo a mi profesión.

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