miércoles, 5 de febrero de 2014

UN CÓDICE DE APERITIVO

Vencido ya el capítulo XIX en que, cosas de la escritura, han resultado coincidir una transición dentro de la narración con una transición en la vida del que suscribe, el paso a limpio de la novela vuelva a avanzar a buen ritmo (fijar y dar esplendor lo dejaremos para un poco más tarde, una vez que la relectora le haya podido meter mano). Con ello comienza a plantearse, buena parte de la estructura ya levantada y amagando la forma final del proyecto, la idea de recepción de la novela, del paso del manuscrito a los lectores, de cómo van a encararse a la obra y, sobre todo, por qué deberían hacerlo. Viendo las dificultades planteadas por la primera novela y antecesora de ésta (disponible aquí por si acaso alguno no hubiese tenido aún ocasión de leerla) hasta conseguir hacerse con un microscópico hueco en la Red, las dudas se imponen por sí solas. Achacar la dificultad actual de difusión de una obra a la penosísima situación del mercado editorial hispanohablante (suelo citar poco aquí al señor Pérez-Reverte, pero hay que reconocerle que en este artículo tiene más razón que un santo) resultaría de lo más injusto (al menos por la parte que a un servidor le toca) y habría, más bien, que considerar otras cuestiones menos mercantiles y más realistas como la mano envenenada que pueda suponer la Red, que de tanto abarcar aprieta muy poco y otros miedos de autor, ahora seminovel, que por respeto y extrema superstición mía y de mis compadres de gremio no citaré aquí.

 

De momento Galván et consortes se dirigen, como elocuentemente rezaba el título dado al capítulo XXI en origen (los títulos de los capítulos de la novela decidí eliminarlos por razones como la dificultad de hilarlos con la primera novela, que carecía de ellos, y por resultar demasiado arcaizantes) : “De dos encuentros esperados en que se encuentra lo inesperado y acaba todo acabando como nadie esperaba”. Y estando en ello, entre este renglón y aquél, un servidor comenzaba pues a preocuparse por cómo vender después todo este mamotreto de líneas llamado novela, y en tales cavilaciones le vino a la mente una buena treta (mas treta al fin y al cabo, con todo lo que ello conlleva) que ese mismo mercado editorial del que antes hablaba usa desde hace ya bastante tiempo para combatir la reticencia primera de un lector ante una obra por completo desconocida. Reticencia que, por supuesto, no puede sino agravarse si el autor le es también desconocido y la obra en cuestión bien serviría para levantar con otras semejantes una par de ladrillos. La treta, pensando sobre todo en la estampa a veces poco atractiva de ver un bloque de papel encuadernado, se basa en el mismo principio que las sinopsis de las contraportadas, que es el de intentar poner en los labios del potencial lector una miel que no le disguste y que le haga volver a por más. Estoy hablando, por supuesto, del recurso cada vez más popular (¿no es cierto, señor Martin?) de presentar o dar avances sobre una obra ofreciendo ciertos capítulos por anticipado o incluso bajo la forma de relatos cortos y hasta relativamente autoconclusivos.

 

Queriendo sumarme (y aprovecharme, por qué no) de esta corriente actual, pero estando la segunda novela todavía muy lejos de su forma perfectamente cincelada he decidido intentar este método de difusión con un experimento a partir del texto de la primera novela. Así, he vuelto a maquetar el primer capítulo de “La Canción del Peregrino” para poder ofrecerlo a modo de presentación y de reclamo para nuevos lectores. De funcionar la experiencia, seguramente lo que haré será maquetar por separado el prólogo de la segunda novela que, más incluso que el capítulo introductorio de la primera, funciona como cebo literario y relato corto autoconclusivo. Sin más dilación, aquí os dejo el aperitivo:


Por seguir la ficción voy a darle un título, ¿qué tal “De la última noche de Hans Karajan, e de cómo quienes no sabían encontrarse se encontraron, cómo no, en una boda.” ?”. Empezaría más o menos así: “Era una noche de tormenta...”

jueves, 9 de enero de 2014

DOMUS NOVA, TEMPUS FUGIT

No deja de resultar curioso, opino, el llamado gusanillo de la escritura. Ese mal bicho hijo de musa siempre sorprendente, que tan pronto atolondra haciéndole a uno vomitar los peores renglones que puedan salir de punta de pluma como satura en el momento más insospechado, cuando el autor creía estar en su culmen, en pleno fragor narrativo en que se gesta el todo o nada…, o, por el contrario, dulce como el veneno, lo llama a uno con la más melindrosa de las parlas para que vuelva a colocarse la pluma en el ristre si lleva mucho en dique seco. Confieso que llevaba ya mucho tiempo –años, al menos– sin sentir este picor imposible de rascar, esta necesidad que aúlla ganas de escribir, que busca resquicios de tiempo muertos, trozos de papel y bolígrafos moribundos para sacarse la mala sangre de las heridas infectadas por aquel infame invertebrado que me picó, ha ya no tan pocos años y que me hundió en las movedizas arenas, siempre atractivas, de la escritura.

 

Llevo cerca de un mes sin escribir palabra –o realmente muy pocas, y buena muestra de ello son la brevedad y la tardanza de esta entrada– y para mi desconcierto por un lado y orgullo de artista por otro empiezo a sentir la adicción aporreando al desocupado cuentacuentos que andorrea por mi interior, por ahí entre el bazo y el yeyuno. Ocupaciones laborales, y más recientemente domésticas, no me conceden tanto tiempo como del que acostumbraba a disponer, aunque todo, una vez más, es cuestión de organizarse y sacando hueco de donde no lo hay de buscarse un pulso constante –aunque sea breve– de escritura. Intentaré, de aquí a un par de semanas, recuperar un ritmo decente de paso a limpio de la novela (retrasado ya ad absurdum).

 

En cuanto a lo de por qué me resultaba curioso este puñetero gusanillo, amén de por su volubilidad más propia de esa ramera llamada fortuna, cabría citar el beneficioso poso que deja la falta de actividad en la pluma. Me refiero al temple y al cariño que conceden la ilusión de retomar la escritura, de volver a internarse por pasillos tan nuevos como queridos, por más que en este caso que ahora me ocupa se trate de pasillos ya trillados y con serias necesidades de limpieza y apuntalamiento. Resulta, pues, de lo más interesante comprobar cómo aquel gusanillo que casi se le aparecía a uno como molesto –¡y hasta obsesivo! – cuando las teclas echaban humo tenga ahora el sabor de la miel, que si bien no está hecha para la boca de todos los asnos, aún seguimos siendo muchos los que picamos.

¿Quién sabe? ¿Quizá este fragmento, en que Galván et consortes se encuentran aún a bordo de una nave que los conduce río y novela arriba hacia la parte final de la historia resulte ser uno de los pasajes más cuidados y mejor ejecutados de la novela? Puede. En cualquier caso, para el autor ha resultado de los más melindrosos. 


lunes, 25 de noviembre de 2013

ENTRE CHIRRIDOS Y ARQUETAS

No ha mucho (este último fin de semana, sin ir más lejos) le di una nueva oportunidad a la saga cinematográfica de «Los Juegos del Hambre» cuyas homónimas novelas, por cierto, sigo sin haber siquiera hojeado (tengo lecturas más apremiantes y tentadoras en mente, como por ejemplo la última traducida –por qué tendrá que ser tan enrevesado el polaco…– del señor Sapkoswki, de jugoso título «Víbora»). El caso es que ya se habló en este blog de la citada saga (en este artículo de imprevista y excelente acogida, por cierto) en relación a lo que yo denomino «chirridos narrativos».

 

En esta entrega la estridencia de estos chirridos resulta mucho menos molesta, pero haberlos haylos, como as meigas, hasta el punto que sin resultar risible se hace demasiado patente en más de una ocasión y traiciona (por aquello de querer dejar sibilinamente pistas de la trama) unas cuantas sorpresas que, al llegar, dejan al espectador indiferente de tan evidentes que resultaban al haber forzado tanto las situaciones y diálogos. La gracia estaba, opino, en no colar con calzador más de un fragmento (cualquiera de los diálogos empalagosos y trillados previos a cualquiera de los giros «imprevistos» lo ilustra muy bien) o en hacerlo para buscar una situación que realmente sea difícil de ver venir. Sirva de ejemplo uno de los guiños finales de la adaptación al cine de la novela corta (novella, que dicen allí) de Stephen King «La Niebla» en que el personaje que la mala fe del espectador/lector da por muerto el primero es el único que se salva.

 

Tras esta seudo crítica gratuita de las últimas horas de mi fin de semana, paso a cosas más serias o que al menos tengan más que ver con este blog. Empecemos, como ya es costumbre, por hacer balance del paso a limpio de la segunda novela, que ya está inmerso en pleno capítulo XVIII tras el dédalo político-económico del XVII. Ya está todo más que encauzado hacia la parte final que es, admitámoslo, donde se encuentra el jugoso corazón de la narración, el que ya se esperaba desde capítulos atrás y que tan buen sabor de boca (espero) deje al lector hasta el desenlace. Ya se han caído todas las máscaras y se han dicho casi todas las palabras por decir por lo que ya, haciendo un símil esgrimístico a la par que literario, no queda sino batirse. Ya he logrado compaginar mis obligaciones laborales con las literarias de manera bastante satisfactoria y avanzar a muy buen ritmo, cosa que una vez instalado en mi domus nova me permitirá acabar (por fin y de una maldita vez por todas) con la novela y ponerla a disposición de potenciales –y esperemos numerosos– lectores.

 

Ahora, en cuanto a la idea lanzada en la última entrada de utilizar por una vez esta arqueta de sastre como reflejo de su símil en papel, me he animado a concretizarlo y he aquí unas cuantas imágenes curiosas de anotaciones, dibujos, esquemas y demás sacados de mis libretas de apuntes, infatigables y esenciales escuderos del manuscrito de la novela y, por qué no decirlo, única solución efectiva para mi cada vez más grave falta de memoria o falta de espacio para gestionar tantas cosas a la vez. Ahí van:





 

Para acabar no me gustaría despedirme hasta al menos el solsticio de invierno (el tiempo que me deja la dura labor, sed labor) sin informar de una exposición de ropajes medievales (concretamente los de la no desdeñable serie de «Isabel») muy prometedora que se presenta en el Museo del Traje de Madrid hasta el 8 de diciembre de 2013. Un servidor espera no perdérsela y alguna foto caerá hasta aquí, por aquello de poder ver en realidad la pinta que tienen una cotardía, un gambesón o una jaqueta a la borgoñona sin necesidad de recurrir a restos (por llamarlos de alguna manera) de tejidos, a fotos de reproducciones o a miniaturas y dibujos de la época. Algún día, por cierto, al igual que ocurre con las armas, debería dedicarle una entrada a la indumentaria del Medioevo, por aquello de que el lector tenga alguna referencia rápida antes de perderse en una maraña de suposiciones y falsos sobreentendidos. Apuntado queda.

martes, 29 de octubre de 2013

MALISMOS ENTRE RENGLONES

Son malismos unos «duendes trogloditas caracterizados por su naturaleza vil», primos lejanos pero con idéntica mala leche de los trolls anglosajones y nórdicos, que en el acervo infantil de un servidor son unas criaturas poco agraciadas cuyo interés en el mundo es afearle el día a un personajillo siete veces más fuerte que yo, y veloz. Los malismos, sin embargo, lejos de aquellas latitudes frías y ricas en folclore de hoguera invernal, son duendes salidos de nuestra piel de toro, castellanos para más inri, y seguramente por eso su inquina y ganas de amargar son más puñeteras. Más de aquí. ¿Y a qué viene todo este discurso? Pues sencillamente a que, al parecer, se me han colado unos cuantos malismos entre renglones cuando no miraba.

 

De nuevo me disculpo por tener tan abandonado el blog y no llegar a publicar más que una entrada al mes, aunque me temo que los compromisos laborales dejan poco margen para seguir con el paso a limpio de la novela y escribir aquí a la vez, de modo que una entrada al mes va a tener que empezar a volverse norma. En cuanto al desbaste y reescritura ya está empezado el capítulo XVII, que tras un movido XVI se presenta como el más largo y enrevesado de toda la novela (que no es poco), pero que apenas si merece retoques por lo que no debería llevarme demasiado tiempo. De nuevo el calendario se pone en contra de un servidor, y donde el epílogo debería estar finiquitado ya se da uno cuenta de que le quedan ocho capítulos uno detrás de otro, pese a seguir (como siempre) avanzando a un ritmo si no bueno al menos seguro. En bucólica y trillada analogía queda el consuelo, no obstante, de que una obra escrita es un camino de destino siempre incierto, y que lo importante son los propios renglones que andan los pies, y no el final prometido.

 

Buena parte (que no toda) del retraso la tienen esos malismos antes citados, que en pleno meollo central de la obra se han puesto a saltarme a la cara como grillos espantados. Entre el desbaste de la relectura ha ido apareciendo en estos dos últimos capítulos un buen número de trampas narrativas, que la distancia temporal entre escritor y reescritor de la que ya he hablado aquí alguna vez hace proliferar como setas. Me refiero a las contradicciones internas y a un desbaste más genérico y quirúrgico que la simple limpieza en el estilo. En cuanto a las primeras no se me ha hecho ya raro encontrarme de pronto con personajes que supuestamente habían muerto tres capítulos atrás vaciando vinos como si nada, a otros proponiendo soluciones a problemas que ya no existen (las más veces habían sido desechados sin que el autor recordara que lo había hecho), a otros revelando giros futuros y arruinando sorpresas mayores con una simple apostilla. En cuanto al segundo tampoco me extraña ya eliminar de un plumazo pequeños arcos argumentales enteros, o personajes, o, más sibilinamente, dar a un mismo personaje o a un mismo arco el papel de varios, redundando en una mayor claridad y un mejor fluir de la historia para el lector.

 

Ejemplos habría unos cuantos, pero sirvan como tales el hallarse de pronto ante personajes de pretendido calado pero de los que la narración no ha hecho luego uso (y amén de lastre resultan incoherentes en su aparición), dos personajes que desempeñan un papel casi idéntico en el argumento, arcos paralelos tan insustanciales y pesadamente decorativos como un rococó tapando un gótico… Así han caído ya varios, haciendo que el lector nunca conozca a Simon de Tourvermeille, jefe de espionaje de la corona heggebardesa (suplantado por su sucesor) a Sancho de Varo (desplazado por su resucitado primo), que asista a la reaparición casi totémica de algún personaje de la primera novela o al prematuro periplo de Beatriz de Hastrogor (eliminado por tener que desandar el mismo camino tan sólo unas horas después de haberlo realizado).

 

Estas trampas dejadas por uno para uno mismo (así de absurda y paradójica es la libertad creativa) y que yo he comparado a esos putañeros duendes castellanos resultan tan inevitables como útiles para el autor. Y es que si (a menos que tenga un mecenas y la vida resuelta, en cuyo caso no tiene otra cosa que hacer de sus días salvo escribir) por poca o distraída atención estas contradicciones y rebufos van a colarse entre renglones se quiera o no al menos obligan en una primera relectura a estar alerta, a cuidar los siempre diabólicos detalles y a ir enderezando el paso de la historia por una senda cuyo final no es después de todo tan incierto como decía antes. Desde esta falsa perspectiva del lector, además, contemplando ya un bosquejo bastante entintado de la novela en general, no sólo se ven mejor los malismos que hay que espantar sino también ciertos huecos muy particulares en la superficie de la historia.

 

Estas pequeñas oquedades (tan pequeñas que de no llenarse apenas si el propio autor lo notaría) son inmejorables macetas en las que ir plantando guiños y dobles sentidos destinados al lector. Pues no olvidemos que todo el interés humano en tener un secreto que guardar es poder irlo desvelando poco a poco, sin que nadie sospeche nada al principio pero dando los cabos necesarios para que puedan ser atados. En otras palabras más narrativas, y haciendo un poco una reductio ad absurdum, la gracia de un asesinato es decir claramente quién es el asesino desde la primera página, pero que nadie sea capaz de verlo. Así, prácticamente cualquier misterio que tenga esta novela viene desvelado en los primeros capítulos, a la vista de ingenuo lector (que somos todos) que no supo verlo y aceptó sin saberlo el engaño propuesto. Por malicia de autor prometo que ahí están, pero que se quiera o sepa abrir los ojos es cosa bien distinta…

 

Un servidor de momento se despide con una propuesta para la siguiente entrada (esperemos que dentro de no tanto), que es la de un reflejo de esta arqueta de sastre en su versión física. O, lo que es lo mismo, imágenes y apuntes de algunos de mis cuadernos de notas (de entre los muchos caídos durante la redacción de la novela sólo quedan dos, pero aun así debería haber buen material). Mientras tanto, me despido cual alimañero, espantando trolls y gremlins con una linterna, y plantando en su lugar pequeños guiños con forma de esquejes.

lunes, 30 de septiembre de 2013

RISAS DE BRUJA

Por poco se me va el mes sin publicar una sola entrada, y es que el ritmo laboral (de algo hay que comer mientras el mercado editorial deja de pegar coletazos de muerte y se levanta de una vez) por un lado y el de escritura por otro me han tenido atadas las manos, que no los dedos. Así, en la pantagruélica tarea de pasar a limpio el manuscrito («Que no era nada lo del ojo y lo llevaba en la mano», que diría mi señor abuelo) ando ya con el último fragmento del capítulo XV calentito y a punto de cuajar. Por un lado no parecerá el asunto demasiado avanzado (aunque siendo el decimoquinto de veinticinco haya pasado ya generosamente de la mitad del viaje) pero por otro un servidor, que en el fondo es el único que se ha calzado la novela entera glosada y recontraglosada en los márgenes (hasta para eso es uno «medieval») puede asegurar que lo peor ya ha pasado. Que tras los movidos rápidos en que Galván y compañía se meten y salen de la fortaleza de Rembourg empieza ya una parte más sosegada desde el punto del desbaste, que no de la narración ni de la acción pues empezamos a meternos en lo más oscuro del meollo que conduce, irremediablemente, hacia el final de la novela.

 

Y es que el autor que redactó los fantásticos capítulos XVI y XVII (como diría el señor Bart Simpson soy mi peor crítico pero qué queréis, no tengo abuela) está mucho más cercano del que pasa a limpio el manuscrito que en anteriores pasajes de la novela, y el estilo, quizá siendo ya consciente del no muy lejano desbaste, está mucho más depurado y claro, menos fantasioso y asumiendo cuáles son exactamente las necesidades narrativas de cada momento. Así la tarea de relectura y paso a limpio debería empezar a ser mucho más ágil en breve y podría empezar a cumplir con el programa previsto de un capítulo por semana como mínimo, sin el engorroso proceso de sacar la horca y empezar a liberar de paja la carcasa del capítulo. Hasta el momento ha sido así, consistiendo el paso a limpio más en recortar, unificar o directamente eliminar fragmentos, párrafos y frases superfluos que en una verdadera relectura y mecanografiado de la obra en sí, que también.

 

Ha habido algo en el proceso, no obstante, por lo que ha merecido la pena más allá del paso a limpio y la visión general de la obra, y que es la del minucioso trabajo de los remates, entendiendo por esto todos esos detalles sembrados un poco sin concierto en la obra y que pese a su pequeñez y aparente intrascendencia son los que recubren de una sabrosa pátina los renglones de la novela. Hace ya bastantes entradas comentaba cómo el señor Lucas (antes de venderse a sí mismo al ratón bailarín, cosa que por otra parte apruebo, que disfrute del dinero) había causado un cierto revuelo al cubrir de polvo y grasa su famosa galaxia muy muy lejana. Hasta entonces la ciencia ficción se había caracterizado por presentar un aspecto inmaculado, con plateados recién pintados y pulidos, y la suciedad casi palpable del universo de los Skywalker caló muy gratamente en los aficionados al género y en el público en general. Esto es sólo un ejemplo de cómo un aspecto que pudiera parecer simple y casi bisoño puede llegar a ser, si se cuida, un muy buen aliciente para que el escenario y el trasfondo en que tiene lugar la historia narrada le resulten al lector tremendamente cómodos y atractivos.

 

Entre estos remates cabe destacar uno muy particular, del que disfruto colocando y que no es otro que el humor. La mayor parte de mi producción escrita lo está en castellano y así, demostrándose como siempre lo íntimamente que van ligadas lengua y cultura (por si a alguien se le ocurrió alguna vez dudar de ello) la narración en castellano pide humor. Bueno, malo, negro o verde, pero humor. Sano. Sirva de ejemplo, si no, el anuncio del trescientos aniversario de la RAE. Volviendo una vez más al aquí archicitado señor Sapkowski, y precisando que los señores y señoras de Polonia también se las traen cuando quieren traérselas en cuestiones rechifla y recochineo, fue una de las primeras cosas que me sedujeron de sus novelas, la pátina de muy humano humor que tienen sus renglones a pesar del género histórico o fantástico en el que se hallan inmersos. Entre los muchos y muy buenos ejemplos, en su novela Narrenturm, el encuentro con las tres brujas, el ataque del lobisome violador y la conversación entre uno de los protagonistas y un joven apellidado Gutenberg se llevan la palma, ésta última con una genial apostilla final («Época puede hacer [vuestro invento] cuanta quiera, mas yo aquí, señor Gutenberg, llevo un negocio.»).

 

Bien puede uno narrar en clave épica, aventurera, romántica, erótica… (cosas que de nuevo no por bisoñas hacen menos parte de este mundo nuestro) pero mala narración será, en mi opinión, aquella que no haga el menor uso del humor, aunque sea para deshumanizarlo y usarlo en su contra. El humor es y ha sido siempre tan necesariamente humano como la narrativa, y del simple pasatiempo a la más enrevesada catarsis social para conjurar los males y preocupaciones (¿qué es si no, en origen, un carnaval?) ha estado presente en todas las épocas y civilizaciones, en todos los niveles de la cultura y el lenguaje, y en todas las manifestaciones humanas para bien o para mal. Sirva como muestra la dilatada literatura medieval humorística, en una época que la cultura colectiva tiene siempre por negra y amargada pero en la cual las comedias, las coplillas y las farsas campaban a sus anchas con el beneplácito social, siempre tan dispuesto a carcajearse de su propia desgracia, de la ajena o de cualquier cosa que legara a ponerse por delante, Dios mediante y a veces hasta incluido.

 

Que el miedo siempre popular y absurdo que asocia el humor con la bajeza, la ignorancia y la falta de ingenio no nos permita a los autores privarnos de tan gran recurso literario como es el humor. Que ni un solo chiste, sea el que sea, quede en el tintero si tiene cabida y las manos que sostienen la pluma ganas. El lector, seguramente, tendrá todavía más ganas de leerlo.


Recuerdo todavía el placer de literato de los primeros capítulos en que llevaba a un personaje como Vyrvelethia de Mol Merran de la pluma, bruja sabihonda y respondona a quien el mucho buen juicio y lo negro de las horas no le mataban el humor, sino más bien al contrario. Y, hablando de brujas, no me llevo un céntimo por ello pero os recomiendo muy mucho la última película del director español Álex de la Iglesia, Las brujas de Zugarramurdi, perfecto ejemplo y (no lo negaré) inspiración para esta entrada. Arrancaos sin miedo una carcajada de mi parte o, al menos, disfrutad con la insólita estampa de una Terele Pávez con dientes de acero, de una Angela Merkel entre brujas del Medievo o de uno de los aquelarres más vivos y desternillantes a los que un servidor ha asistido en la historia del cine. En palabras de uno de los protagonistas: «Es como un botellón, pero en la Edad Media». 

lunes, 19 de agosto de 2013

CHIRRIDOS NARRATIVOS

Me encontraba viendo hace algunos días la versión cinematográfica de Los juegos del hambre (cuya homónima novela confieso que no he leído pero es firme candidata a entrar en mi lista de futuras lecturas) con unos amigos y aunque ese escenario distópico (sin llegar a caer del todo en la ciencia ficción) me pareció interesante hubo ciertos detalles que, en opinión de todos, hacían que la narración chirriase como una ventana sobre guías oxidadas. Pues si bien es cierto que el planteamiento me recordó muy gratamente a mis lecturas juveniles sobre un joven llamado Teseo y su minotauro (algún día, si me da por ahí, contaré aquí como el mismo mito no deja de repetirse en la cultura popular celta y posterior literatura medieval con una pareja llamada Tristán e Iseo), a ese «entretenednos con sangre u os recordaremos por qué os dominamos», ciertos detalles de la trama costaba encajarlos por su poca lógica o irrealidad.

 

Porque una cosa es introducirse en el terreno de lo mágico y lo imposible, introducirse quizá en el marco de la épica, en que toda proeza está al alcance de los dedos del héroe o heroína, pero como al parecer la narración de esta historia tira por otros derroteros muy alejados las incongruencias chirrían si cabe con más fuerza. Ignoro si ocurre lo mismo en la novela original (repito que –aún– no he tenido ocasión de leerla) pero en cualquier caso en su adaptación para la gran pantalla la trama queda tan forzada en ciertos momentos que resulta risible, casi como un guion propio de la mejor serie B de los ochenta (género, por otro lado, del que soy fanático acérrimo). Nada está forzado en líneas generales pues, pienso, resultaría demasiado evidente y tan sólo se aprecian las más que típicas presentaciones y explicaciones ultra abreviadas con respecto a lo que sería un ritmo literario (cosa perfectamente comprensible). La cosa cambia –y mucho– cuando nos introducimos en el diabólico mundo de los detalles, siempre prestos a chafar una historia o a desvelar la mentira que ya se quería irrefutable.

 

Pues no sólo la protagonista es capaz de encontrar sistemáticamente una rama horizontal y que pueda sostenerla sin problemas en cada árbol al que trepa sino que sobrevive más de una vez gracias a la pasmosa inutilidad de sus contrincantes (que de fieros y maquiavélicos cazadores pasan a convertirse paulatinamente en presas necesarias) y cuenta con un arma que de despertar sonrisas pasa a provocar carcajadas hacia el final del film. Repito que ignoro si la obra de Suzanne Collins sigue los mismos pasos pero si ya duele ver cómo el primer y único arma que cae en manos de la protagonista es precisamente un arco, que es lo que ella mejor controla (¿Azar divino? Bueno, pero aun así), un aljaba que jamás se vacía (e incluso se rellena como por arte de magia) sin que se detenga a recoger ninguna flecha raya en lo cómico. Por no hablar de cómo, al librarse de una trampa, parece quedarse quieta a ver si hay más sin que otro cazador lo aproveche o del incongruente camuflaje exprés del segundo protagonista…

 

Como decía a uno de los presentes mientras se reía, todo aquello eran las conocidas como «necesidades narrativas», o cómo un hecho o un nexo que quizá son demasiado forzados son tan necesarios en cierto momento que la única opción del autor es, a menudo, tratar de disimularlos y mimar el arco general, confiando en que por lo menos éste sea sólido. Suele tratarse de detalles, de fragmentos algo inciertos o transiciones extrañas en los que las más veces el lector apenas si repara, más centrado, como decía, en el hilo general que es el que en el fondo lo mantiene leyendo. Los quebraderos de cabeza que acarrean son infinitos, especialmente (al menos en mi caso) por la poca repercusión que luego tendrán en el cuadro principal del texto, sólo comparable al peligroso bochorno que supone que uno solo de estos «puntos forzados» llegue a ser detectado después.

 

Y es que, si las cumbres argumentales de una obra están más que claras y casi redactadas en la cabeza de uno incluso antes de empezar a escribir, aún queda sacar la linterna y empezar a iluminar trechos entre una elevación y la siguiente. Me explico: si dentro de una novela el protagonista ha de hallarse en un punto inicial A y llegar a un destino B cruzando por el nudo argumental C, las líneas transicionales entre los tres puntos son las más arduas y escurridizas a la hora de escribir, ya que han de despertar el suficiente interés en el lector como para que le apetezca continuar hasta el siguiente punto sin por ello abusar de la miel que se le suministrará en los puntos clave. Y si bien el armazón de estos puentes entre los arquetípicos planteamiento nudo y desenlace, puede parecer sencillo (si la transición es meramente geográfica, por ejemplo, debería bastar con imaginar un viaje para tender ambos extremos) baste con decir que fragmentos tan potencialmente catastróficos como el comienzo de la historia o la preparación del final se incluyen entre ellos.

 

Por decirlo en otras palabras, construir los nexos que «rellenen» la historia entre los distintos fragmentos más jugosos es como trazar un camino que nunca sea feo, pero en el que ningún trecho resulte más bonito que el anterior o el viajero se dará la vuelta. Y en estos laboriosos empedrados es cuando algún paisaje indócil debe ser domado y las necesidades narrativas, que pueden no ir más allá de un simple adoquín, comienzan a abundar como setas si uno no se anda con pies de plomo. Pero en fin, son gajes del oficio y en el claro, cómodo y cada vez más sorprendente camino está el don de la narración y la literatura. Y en estos puentes, que son los armazones que en el fondo sostienen la obra, está la sabrosa trinchera que con gusto recorremos junto al héroe para verlo crecido y en su justo final. El resto son planteamiento, nudo y desenlace, y jamás un autor en la historia brilló por mostrar un nudo atado o desatado, sino precisamente por cómo desatarlo.

miércoles, 14 de agosto de 2013

HISTORIAS DE TRUJAMANES

En plena y larga (mucho más de lo esperado) labor de reescritura y paso a limpio del manuscrito original de la novela acabo de alcanzar, por fin, la mitad del capítulo XIII, que en términos generales señala la mitad de la obra. Me encuentro ahora en bregas con los capítulos centrales, los cuales vienen absorbiendo todos los acontecimientos y enredos de los primeros capítulos para constituir lo que acertadamente conocemos como nudo antes de desenredarse en la segunda parte y unirse hacia el final de la obra.

 

Confieso que no los recordaba tan farragosos y llenos de contradicciones y correcciones (no debió de ser buena época para escribir, aunque no recuerdo por qué exactamente) por lo que realmente me lleva casi más tiempo decidir qué fragmentos escoger y cuáles desechar que pasarlos a limpio. En cualquier caso en ello estoy y esto sigue avanzando a un ritmo aceptable, incluso con capítulos, como el XII, que cuadruplican el número de páginas «medio» de los capítulos de la novela, lo cual se debe, en gran medida, a la inclusión de una historia narrada por un personaje a los demás al final del capítulo.

 

Los que me hayan leído (y los que no, arriba a la derecha hay un link a la primera novela) sabrán que soy muy aficionado a incluir historias dentro de historias. Con historias terciarias incluidas en las secundarias, incluso, pero (lo prometo) guardando siempre una coherencia que no acabe por perder al lector. Costumbre por otra parte no poco medieval (Giovanni Bocaccio o Geoffrey Chaucer son buenos ejemplos) pero también muy renacentista; si es que acaso este recurso literario no debería ser considerado (como todos) tan antiguo como el propio y antediluviano arte de la narración. Personalmente lo encuentro tremendamente útil desde el punto de vista narrativo, ya que permite introducir desarrollos, explicaciones o presentaciones de una manera más amena que una larga conversación de preguntas y respuestas con tediosas listas de detalles. Es decir, permite «enmascarar» un volumen denso de información que el lector obviaría o leería sin ningún interés sino se le diese en el estético envoltorio que es un cuento. Los dos autores antes citados no incluyen estas historias en el interior de otra más grande con este propósito, sino más bien al contrario (el marco general es el pretexto para los pequeños cuentos) pero la presentación y encastre dentro de la obra son similares y por ello los nombro.

 

La historia que aparece en el capítulo XII sale de boca del «cuentacuentos» por excelencia de esta obra y que no es otro que maese Reynald Dubec (de quien ya hablé y presenté aquí) y se trata de El lai de Yonec, de María de Francia. Antes de que nadie achaque a este humilde autor su falta de originalidad, por más que la quiera disfrazar de homenaje, un servidor se defiende con varios hechos. El primero es que no se trata de una copia literal sino una adaptación ad hoc para la novela (ni siquiera se nombra al tal Yonec), el segundo que está realizado a partir de una traducción/interpretación propia, y el tercero que la propia autora no se considera como tal (y no sería la primera ni la última, como nos muestra el buen Don Miguel siglos después) sino como una simple redactora/compiladora de relatos populares de Bretaña. En sus propias palabras dentro de su prólogo, de manera a poder preservarlos y crear algo que divirtiera a la par que instruyese, siguiendo el ejemplo de los autores grecolatinos.

 

Así pues la historia aparece en la novela no como un fragmento en verso o una composición original (como sí lo hacen tantos otros, al igual que en la primera novela) ni como una historia estrictamente parte de la misma sino más bien como una adaptación ad hoc que acaba funcionando igual que ambas. Por un lado tiene el regusto a texto rigurosamente medieval que, en términos simples, adorna a la vez que entretiene, y por otro está lo suficientemente bien escogido y arreglado para que sirva de catalizador metafórico de lo que ocurre en el escenario real de la acción. El personaje del juglar por un momento suplanta a la voz del narrador omnisciente, como una especie de disfrazado coro grecolatino (nihil novum sub solem) y pone en evidencia a través de la historia una situación de la que todos son conscientes sin atreverse a serlo. Algo que en principio podría parecer baladí pero que en lo sucesivo tendrá tremendas consecuencias para Galván y los suyos así como para el desarrollo de lo que queda de novela. Si Reynald Dubec es poco ducho en armas blancas sí que lo es en batirse con la lengua, y en diversas ocasiones de la obra usará de las artes que tiene para imponerse como trujamán entre los acontecimientos principales y los personajes, revelando la importancia (y el poder) que pueden tener una lengua y una mente clara que traslade los mensajes de un lenguaje a otro.

 

Como sabrá más de alguno de los que leen este blog soy traductor e intérprete profesional, y por ello no me son desconocidos ni la responsabilidad ni los peligros de trasladar un discurso entre lenguas. Especialmente en los dominios de la oralidad, que son los del intérprete que una vez (salvando las enormes distancias históricas y técnicas que existen entre ambos) fue conocido con el sonoro nombre de trujamán. Si uno revisa crónicas y relatos históricos se dará cuenta enseguida de la importancia de estos personajes (huelga hablar de las primeras cruzadas o de la conquista de América, por ejemplo, y eso sin entrar en terrenos mercantiles) y de la gran confianza que debían depositar necesariamente en ellos gobernantes y autoridades, ya que acababan por convertirse en su propia lengua sin poder estar jamás seguros de lo que ésta había dicho en realidad. Un trujamán poco hábil, uno interesado o uno vendido podían convertirse en una pesadilla y volver del revés las peores situaciones, por lo que ese pequeño personaje del que poco más se recuerda que su nombre (si es que se recuerda) y del que no se preciaba más que su capacidad para hablar varias lenguas era el que en ciertos momentos críticos acababa sujetando todos los hilos de una situación delicada.

 

Amén de la figura de Reynald en la novela, que actúa más como coro que como verdadero intérprete, sale a escena durante varios capítulos otro personaje que sí escenifica (y homenajea, por qué voy a negarlo si es cofrade) estas artes e importancia de los trujamanes. Se trata de uno muy querido por el autor y que tiene el nombre de Reinmar von Trimingen, un misterioso trovador (si es que por su oficio no queda ya clara su malicia) que aparece en campo enemigo y que juega con sus dos caras y sus dos lenguas para alcanzar otros propósitos que distan mucho de los que salen de sus labios. ¿Para bien o para mal de Galván y su grupo? Eso queda descubrirlo en la novela. En cualquier caso ahí va mi pequeño y disfrazado tributo a mi profesión.