lunes, 24 de septiembre de 2012

LOCUS AMOENUS

Hace un par de entradas comentaba el método utilizado por no pocos autores para dar un realismo y un fondo sólido y cómodo a sus personajes mediante la utilización de referentes reales. Estos referentes suelen ser bastante conocidos para el autor por lo que no le resultará difícil adecuar sus acciones y reacciones al personaje y prácticamente no tendrá ni que imaginárselas sino simplemente remitirse al modelo original. Comentaba también que no soy muy partidario de esta técnica, y aunque es cierto que la he utilizado un par de veces siempre me deja un sabor agridulce como autor, ya que el personaje parece venir con una serie de normas de comportamiento impuestas (que pueden romperse, no faltaba más, pero aun así) que lo encorsetan y al mismo tiempo roban algo a la inventiva del escritor.

 

Tomemos el ejemplo de un personaje secundario con el que se pretendiese hacer un homenaje a un amigo o conocido (o vengarse sibilinamente de alguien a quien no se tiene mucho aprecio). Este personaje ya aparece totalmente construido en la cabeza del autor y por lo tanto sus acciones acaban discurriendo por unos caminos marcados de los que no puede salirse. Sin embargo estos caminos acaban tarde o temprano alterándose, por lo que el personaje también ha de hacerlo y acaba alejándose cada vez más del referente original escogido. Aquí aparecen dos opciones: o bien romper definitivamente con el modelo y adoptarlo como un personaje nuevo o bien volver a las raíces de éste aun a riesgo de pervertir el propio personaje. En un caso u otro el resultado acaba quedando como una mezcla bastarda que a mí personalmente no me complace para nada, sobre todo teniendo en cuenta que el referente original no tiene por qué ser conocido por el lector y no apreciará en ningún momento ni los parecidos ni los guiños.

 

La cosa cambia (y mucho) cuando la inspiración viene y se aplica a lugares. Es de sobras conocido el que cuando un autor describe un lugar, un edificio, una habitación, un bosque, un lago, una costa, etcétera, en la enorme mayoría de los casos tiene un referente real en mente. Siempre es mucho más fácil describir y amueblar un lugar, y a la sazón introducir a los personajes en ese espacio, si «se ha estado en él». Hace años, leyendo un artículo sobre consejos a escritores noveles me sorprendió el que daba un curtido autor francés y que decía más o menos que no había nada más recomendable y sano durante el proceso de documentación de una novela que acercarse hasta los lugares en que se iba a desarrollar ésta y fotografiarlos. El consejo no me pareció malo, pero enseguida me pregunté qué ocurría en el caso de mundos imaginarios. ¿Cómo se acerca uno hasta el bosque de Lorien, o hasta el Valle del Viento Helado, o hasta la Puerta de Tannhäuser a fotografiarlos?

 

La respuesta es muy sencilla y llega de la mano de la Hermenéutica: por fantasioso que sea un autor y por muy improbables y extravagantes que sean las cosas de las que nos esté hablando, siempre tendrá (aunque no sea siquiera consciente de ello) un referente real, humano y terrestre. Se puede escribir sobre los dioses y sus palacios celestiales, sobre civilizaciones alienígenas, sobre leviatanes de otras galaxias, sobre elfos, svirfneblins, djinns u hombres pez y sus ambiciones y deseos, pero puesto que el autor que habla por boca del narrador será siempre humano (que yo sepa) estará siempre atado a esta norma. Simple y llanamente, los humanos no sabemos (y no podemos) hablar de otra cosa que no seamos nosotros mismos, por más que lo enmascaremos con fantasías.

 

Así, aunque al lugar en que se desarrolla la historia se le intente dar el aspecto más alejado de la realidad posible, siempre tendrá un fondo y un referente real en la mente (a menudo inconsciente) del autor. Ahora bien, ¿cómo encontrar esos lugares? Es cierto que en la actualidad Internet es una gran ayuda, y yo por ejemplo, que nunca he estado en Buenos Aires, sería capaz de describir una calle de esta ciudad sirviéndome de fotos, comentarios, vídeos, películas y detalles y descripciones de quien realmente hubiese estado allí. Podría hacerlo, y un lector cualquiera podría imaginar que realmente conozco el lugar, pero la ficción se caería enseguida ante un lector bonaerense. Para resultar exhaustivo, habría pues que utilizar únicamente localizaciones que el autor conociese de primera mano, pero claro, en tal caso el número de lugares en los que se desarrollase la novela sería muy limitado, y así la única solución consiste en hacer lo mismo que con los personajes y partir de un referente real crear un escenario ficticio. Los referentes reales en los que apoyarse son igualmente escasos, pero ofrecen una base muy sólida sobre la que construir mediante extrapolaciones e inventiva. Los problemas que se plantean serían los mismos que con un personaje, y en pocos párrafos el nuevo escenario cobraría vida propia y se alejaría de su modelo, pero al tratarse únicamente del fondo que una vez descrito queda al libre albedrío del lector resultan muchísimo menos evidentes y casi diría que invisibles. 

 

En el caso de la novela en que estoy trabajando ahora todos los lugares son ficticios, pero me aventuraría a decir que hay muy pocos que, conscientemente, resulten ser pura invención. Que haya estado físicamente en el lugar de referencia o no ya es otra historia, y puede que ese lugar ni siquiera exista, pero la simple impresión causada o su recuerdo es cuanto se necesita como base para poder construir el lugar imaginado.

 

Todas las imágenes de este artículo salvo la primera pertenecen a lugares que me han servido de inspiración en lo que va de novela. No me negaréis que todos ellos bien merecen aparecer en una (la mayoría ya lo hacen) y que con tenerlos simplemente en mente se puede plasmar un magnífico fondo para que bailen los personajes.

martes, 18 de septiembre de 2012

GRUPO GRANDE, ANDE O NO ANDE

Vuelven a escena Galván y los suyos (que ya son cinco) y no lo hacen solos, sino acompañados por un grupo de treinta jinetes ligeros y un guardabosques llamado Fernán De Varo, los cuales, por el momento, se han convertido en sus improvisados captores. Y hasta aquí los spoilers.

Esta parte que resultará sólo transicional nos deja sin embargo con treinta y siete personajes en escena, de los cuales algunos pueden ser por supuesto obviados desde el punto de vista de la narración, como los treinta jinetes a las órdenes de De Varo que funcionan muy bien como un personaje colectivo de fondo y sin apenas diálogo o con meros diálogos en estilo indirecto. Pero nos siguen quedando siete personajes principales con posibilidad de diálogo y cuyas opiniones, reacciones y acciones tienen que ser tenidas en cuenta en el argumento del fragmento con posibles (este «posibles» es el que me quita el sueño) consecuencias en lo que queda de novela. No quedan muchos capítulos y no es cuestión ni de dejar cabos sueltos para atarlos más adelante ni de empezar con conflictos que luego no dé tiempo a resolver, de modo que hay que andar con pies de plomo a la hora de establecer quién dice o hace qué y cuándo.

 

Este fragmento es una mera transición entre una parte del argumento y la siguiente, o más bien el final de la parte más confusa de la novela (el protagonista acaba por vencer sus temores y por «centrarse» por fin en lo que ha de hacer) de manera a entrar limpiamente (sin otros conflictos que el principal, se entiende) en la parte final. En cualquier caso ha de ser breve y ha de empezar a allanar el terreno para todo lo que viene, y por ello todos estos personajes principales no pueden permitirse «salir a escena» y se impone una pequeña criba que al final no ha dejado más que una conversación entre Galván y el guardabosques y un par de conversaciones en estilo indirecto entre los miembros de la compaña del primero. Aun así, y aunque aquí no queda más que amagado por lo breve del fragmento, vuelve a hacer su aparición el eterno «problema de los grupos».

 

El problema de los grupos aparece casi sin excepción en cualquier novela de aventuras, desde las novelas de caballerías y las sagas de héroes antiguos hasta la fantasía medieval de la actualidad. Me refiero a la existencia de un grupo de protagonistas que suele oscilar entre los tres y los diez miembros y que resulta ser un tremendo quebradero de cabeza a la hora de escribir. Siempre existe el miedo de dar un excesivo protagonismo a unos personajes y quitárselo a otros, la impresión de que tal o cual personaje apenas si hace nada en el grupo o las ganas de eliminar a algún miembro por no tener tiempo (o resultar demasiado denso) de darle un mayor calado en la historia. Es muy incómodo trabajar con una narración en que intervienen tantos personajes al mismo tiempo y en el mismo lugar teniendo un estatus más o menos similar dentro de ella. No se puede hacer avanzar bien una historia en que tenemos seis o siete protagonistas simultáneos sin caer en larguísimas discusiones cada vez que el camino se divide en dos, en conflictos entre unos y otros que se prolongan y entremezclan ad eternum, y en seis o siete historias personales con un calado en la novela que acaba resultando confuso tanto para el autor como para el lector.

Por lo general, los autores de novelas de aventuras huyen de los grupos precisamente por lo enredoso de controlar a tantos personajes a la vez si se busca mantener una coherencia y una limpieza textuales. No obstante la inclusión de un grupo que acompañe al personaje ha resultado siempre de lo más atractivo en el mundillo de las aventuras (desde un mitológico Ulises a un mucho más moderno Frodo Bolsón) por lo que se produce en el interior del autor un tira y afloja que acaba dando como resultado una solución intermedia asistida por diversos métodos de ayuda.


El método más sencillo es el de usar un grupo pequeño, de tan sólo dos o tres miembros, con lo cual se evitan la enorme mayoría de los problemas que da un grupo y se pueden desarrollar cómodamente los personajes sin que resulten demasiado pesados. Es el caso por ejemplo de R.A. Salvatore y su Drizzt. Otro método consiste en llevar un grupo grande pero partirlo en pequeños grupos que a pesar de estar juntos actúan a ratos como un grupo general y a ratos como grupos individuales, de manera a repartir el foco de atención entre unos y otros y zafarse más o menos de casi todos los problemas que da un grupo grande, siendo el caso de A. Sapkowski y su brujo Geralt. Un método especialmente descarado para huir de los problemas de un grupo es directamente contar con uno o dos protagonistas principales y luego «pegarles» un grupo que les acompañe pero cuyos integrantes no lleguen nunca a ser más que meros personajes secundarios sin apenas diálogo o acciones, como ocurre por ejemplo en El Hobbit de J.R.R. Tolkien e incluso en su El señor de los anillos cuando se ve obligado a narrarnos las desventuras de un grupo grande. Para acabar hablaré del más que popularizado sistema de puntos de vista (POV en inglés) de G.R.R. Martin, el cual evita con celo cualquier grupo de personajes y si se ve obligado a recurrir a uno al usar este sistema de centrarse en la visión de un único personaje se evita tener que controlar de primera mano el resto del grupo.

Pese a la existencia de estos métodos, en la mayoría de casos (y esperando que no sea el mío) la utilización de un grupo de protagonistas no suele dar muy buen resultado, y como ilustrativa muestra de ello recomiendo hojear alguno de los cómics de la serie Siete (de origen francófono, pero casi todos están traducidos y editados por Planeta). El leitmotiv de esta serie es presentar en cada tomo una historia distinta protagonizada por un grupo de siete personajes, pero que salvo honrosas excepciones (ahora mismo sólo se me ocurre una, que es Siete Misioneros) lo único que hacen es ocultar a una pareja de protagonistas acompañada por otros cinco personajes de los que el autor se deshace en cuanto tiene la ocasión (algunos desaparecen tras la primera página y otros no aparecen hasta la última).


Sin embargo sí existe alguna rara avis capaz de hacer malabares con grupos grandes de protagonistas y que la historia fluya, aunque en los dos únicos casos que ahora se me ocurren, precisamente la narración cojee de ambas piernas por la sobresaturación de protagonistas. Me refiero a cualquiera de las novelas de Las Crónicas de la Dragonlance o a las del no muy conocido pero tampoco desagradable Alexey Pehov.


Y he aquí el problema con el que llevo bregando a través de tantas y tantas páginas en esta novela, y aunque intento no abusar de ninguno de los métodos de vez en cuando la agilidad narrativa me lo pide a gritos y acabo cediendo por el bien del lector. De siete miembros reduje la compañía de Galván a seis y acabé distanciando las apariciones de unos y otros de manera a poder darles un margen de integración individual a cada uno (que siempre se agradece como lector), poder desarrollar una pequeña historia personal propia sin que se solapasen entre ellas y conseguir darles un pequeño peso en la historia a cada uno. Ya que van a acompañar al protagonista y al lector durante casi toda la novela, que al menos sepamos un poco quiénes son y qué podemos esperar de ellos. Después de tantos capítulos he conseguido más o menos apañármelas para que todos salgan a escena de manera más o menos equitativa y se note que todos están siempre ahí, pero aun así, lo confieso, sigue resultando muy difícil mover seis personajes a la vez cuando sólo se tienen dos manos.

  

viernes, 14 de septiembre de 2012

ICH BIN EIN RAUBRITTER (2)

Para acabar con el asunto de los raubritter del capítulo XXI, avanzaré que se trata de una pequeña banda de estos caballeros, más al estilo de los de la Baja Edad Media que de los señores ribereños de los que hablaba en el artículo anterior. Es decir, una banda armada no muy grande que se mueve de forma clandestina para saquear aldeas y asaltar a los viajeros, aunque en esta ocasión su misión sea, para desdicha de los protagonistas, bien distinta (más de la índole de vender sus espadas al mejor postor). Pues, como ya podía adivinarse, aparte de cruzarse con el beato caballero que abre el capítulo acabarán por supuesto topándose con Galván y compañía (que, entre otras cosas, para eso están).


Antes de continuar quiero insistir en que trataré de dar los mínimos detalles sobre cómo se desarrolla la historia, en aras de que quien me lea aquí y luego en la novela no se encuentre con el argumento demasiado destripado. Sin embargo, más de una vez tendré que ir avanzando alguna cosa (nunca nada importante, prometido) para que se entienda un poco en qué estoy trabajando en ese momento.

En este momento estoy, pues, con una banda de caballeros de rapiña. Por cierto al final, entendiendo que el término no es patrimonio del señor Faraldo y no encontrando ninguno, mejor voy a usar éste por el momento. Raubritter no resulta muy esclarecedor de primeras, y teniendo en cuenta que no hay ningún contexto de cultura germana tampoco tendría mucho sentido (aunque caerá alguna vez).

De momento sólo han aparecido tres de los miembros de esta banda: el líder de estos caballeros de rapiña, otro al que provisionalmente he apodado «Alas de cuervo», y el escudero de aquél. En total había pensado en añadirles cuatro caballeros más (escuderos, pajes y hombres de armas aparte), teniendo en cuenta la cantidad de jaleo en la que se van a meter. Con el caballero beato aparecen sus cuatro compañeros (también acompañados de escuderos y sirvientes) lo cual nos da una incursión de once caballeros en total entre unos y otros y un par de escuderos con algún que otro diálogo largo.

El líder de los caballeros de rapiña que aparece, y que abordará al caballero beato como presentación, tendrá una trascendencia posterior y por eso requiere una construcción más elaborada que el resto (como explico unos párrafos más abajo). Se trata de un personaje detrás del cual andaba ya bastante tiempo, ya que cuando se me ocurrió la idea de introducirlo casi al final de la novela me encontré con su doble en la vida real (del cual, por cierto, no guardo muy grato recuerdo). El tipo, como el personaje, resulta ser una extraña caricatura del señor Humphrey Bogart que, como es de suponer, aparecerá aquí «medievalizada». Así que puede imaginársele como un bien peinado Rick que hubiese mudado el sombrero, la gabardina y el pitillo por una armadura completa y un corcel, con idéntico estilo cínico (¿cómo dejar escapar la ocasión frente a un interlocutor cuasifundamentalista?) e incluso inquietante cuando la ocasión lo requiere, acompañando a un rostro de inhabitual galán que, como el propio Bogart, parece inmerso en su propia versión del humor, la ética y escala de valores.

 

Su nombre (apodo más bien) es Lorenziena, compuesto por el italiano nombre de Lorenzo y por el epíteto iena («hiena» en castellano), lo cual ya revela bastante en cuanto a su oficio e intenciones. El nombre de su referente «humano» es otro, pero el resto es suyo. Pocas veces uso este viejo truco de escritor que consiste en utilizar referentes reales como apoyo directo para personajes ficticios (aunque, en el fondo, todo lo ficticio se acaba refiriendo inconscientemente a lo real) pero por una vez voy a darle una oportunidad a este Lorenziena, a ver cómo resulta. Por probar que no quede.

 

Este fragmento de la novela resulta muy típico en mi caso pues es uno de esos con personajes, escenarios y situaciones completamente ad hoc (quizá algún personaje, peregrino, vuelva a aparecer un centenar de páginas después, aunque no suele ser así) de manera a poder desarrollar la historia totalmente al margen de los personajes principales pero con acontecimientos que les acabarán afectando. Personalmente siento predilección por este tipo de construcciones y las utilizo a menudo ya que permiten hacer avanzar una historia más o menos global alrededor de la principal sin tener que recurrir a larguísimos párrafos explicativos de cómo está la situación general (imaginemos un contexto de guerra, como es el caso) ni a personajes que se crucen con los protagonistas y les relaten historias paralelas a la suya (si bien, tarde o temprano, cae alguno) y ofrecen al mismo tiempo un poco de aire fresco en la maraña de la historia principal, con personajes e historias nuevos y breves.

Así, el fragmento plantea (una vez más) dos problemas tan principales como recurrentes:

El primero es el de las descripciones, y escoger quién «merece» ser descrito y quién no ya que resultaría fastidioso (para el autor, y no digamos ya para el pobre lector) describir todos y cada uno de los personajes en estos fragmentos para luego abandonarlos para siempre al cabo de unas pocas páginas. No obstante, a algunos de ellos sí resulta necesario describirlos pues, como es el caso de Lorenziena, tendrán un papel algo más largo e interesa que el lector tenga en la cabeza una imagen mental del personaje cuando éste vuelva a aparecer. En este fragmento, por lo tanto, pese a que entran alrededor de doce o trece personajes nuevos con diálogo, sólo el raubritter bogartiano (y su escudero de manera algo velada) tendrá una apariencia establecida.

El segundo problema es el de los nombres ya que, se les mencione una vez en toda la novela o a cada página, todo personaje al que nos refiramos individualmente debe tener un nombre. Ya sea «él» o «Wolf Theodoricus Von Trautmansdorf» el personaje merece tener un nombre bien construido y consecuente con la historia, de modo que en mi caso estoy cuasi abonado a glosarios de nombres, apellidos y gentilicios europeos medievales. Con una dificultad añadida, que me encantan los nombres con un significado, y así en «La canción del peregrino» que uno de los lugartenientes de BlaneRos se apellidara Lagrand («la grande» en francés) y el otro Bouquet («ramo», pero también «aroma» por relación con las flores) no tenían nada de gratuito, igual que ocurre con Lorenziena. He compuesto (espero que por última vez) una pequeña lista de candidatos tanto para los caballeros como para los raubritter y al final los ganadores han resultado ser cinco portugueses (Alvaro, Estevam, Martim, Nuno y Rui), un francés (Payen), un inglés (Urban), un castellano (Beltrán) y tres apodos, a saber un Alas de cuervo, un Sinnariz, un Hogaza y un escudero llamado Lanzarote (extraño nombre para un escudero, lo sé, pero tiene su por qué).

Los títeres están en escena, y ahora sólo toca moverlos.


lunes, 10 de septiembre de 2012

ICH BIN EIN RAUBRITTER

Comienza el capítulo XXI, y un beato caballero se entretiene mirando el claro agua de un río, preguntándose por qué sus cuatro compañeros no han madrugado con él. No avanzaré nada más de la historia (tampoco es la intención del blog), pero lo importante es que este santurrón con espuelas acabará topándose antes de lo que espera con una banda de raubritter, y eso nos lleva al motivo de esta entrada.

Lo primero, ¿qué es eso de raubritter? Suena a teutón, y lo cierto es que lo es. La palabra viene del alto alemán medio y por desgracia (y que yo sepa) carece de traducción estandarizada en castellano. Sí que tiene un equivalente en inglés, que es robber knight, que podríamos traducir por «caballero ladrón» o «caballero bandolero» aunque no resulta demasiado convincente. La mejor traducción que he encontrado es la del siempre avezado e industrioso José María Faraldo, (al que nunca dejaré de admirar como traductor y de dar las gracias como lector) en la novela Narrenturm, de Andrzej Sapkowski. Con este bendito dueto ya me explayaré a gusto en otra ocasión, pero yendo a lo que íbamos la traducción propuesta para raubritter es la de «caballero de rapiña», que si bien no es perfecta (¿qué traducción lo es?) en mi opinión resulta bastante adecuada.

Supongo que ahora queda más claro de qué va todo. Estos «caballeros de rapiña» eran sencillamente caballeros (nombrados y los más con escudo heráldico, nada de impostores, aunque haberlos habríalos) que se dedicaban temporalmente, o permanentemente si la situación lo exigía, al pillaje y al bandidaje organizado. Podían llegar a generarse verdaderas «bandas» de estos caballeros, que en ciertas ocasiones llegaban a venderse como mercenarios y más de una vez acababan, incluso, organizándose como clanes familiares. Vendrían a ser, por lo tanto, una versión menos bucólica y más realista de Robin Hood, aquél noble inglés que según el folclore de la isla se dio al bandolerismo y se dedicaba a robar a los ricos para dárselo a los pobres.


La diferencia radica en que por ser un personaje de ficción (también otro día que esté pletórico igual escribo algo sobre el verdadero «Roberto Capucha»), el idealista señor de Locksley podía permitirse esta actividad delictiva semialtruista (algo quedaría en las arcas de los «alegres compañeros», digo yo) contra el malvado Juan Sin Tierra y sus secuaces en espera de que regresase el buen rey Ricardo y los pusiera a todos en su sitio. Los raubritter reales, sin embargo, lo mejor que podían esperar es que no les pillaran ni denunciaran, y dado el caso esperar tener unos buenos muros tras los que refugiarse y vasallos y hombres suficientes como para no acabar con una soga de corbata.


Los motivos que llevaban a caballeros «bien nacidos» a tomar oficio de salteadores eran de lo más diverso, aunque, como todo en la vida, pueden resumirse con la necesidad de conseguir oro, y más concretamente oro limpio, rápido y relativamente fácil. Contando por lo general con una infraestructura bastante respetable (digamos al menos un torreón como refugio, un puñado de hombres de armas a sus órdenes, caballos y pertrechos adecuados para entrar en combate) resultaba de lo más sencillo emboscar a viajeros o secuestrar caballeros y damas en unas tierras que por otro lado eran suyas (o cercanas) y conocían bien. Otra cosa distinta era echarse pecados sobre el alma y granjearse sospechas y enemigos, pero el oro ya estaba en las arcas y aún nadie había clavado nada en la puerta del castillo de Wittenberg, por lo que con óbolos, arrepentimiento y penitencia podía uno deshacerse hasta de los pecados más viles.


Históricamente los raubritter como tales surgieron en el siglo XIII en lo que hoy conoceríamos como Alemania, pero que en aquel entonces formaba parte, como otros países actuales, del Sacro Imperio Romano Germánico. Para hacerlo sencillo digamos que el asunto giraba en torno a una suerte de peaje que cobraban los señores por el tránsito de mercancías por el Rin y a través de sus propiedades ribereñas. Como se puede suponer esta actividad estaba sometida a unas normas de equidad establecidas por el Emperador, pero al producirse un oportuno interregno hacia la mitad del siglo romperlas resultaba tan sencillo como proponérselo y una vez hecho el negocio se volvía de lo más lucrativo. Así, no tardaron en producirse abusos por parte de estos señores ribereños que, ante el libre albedrío que se les ofrecía comenzaron a permitirse primero un aumento incontrolado del número y precio de los peajes por todo el Rin, y posteriormente el cobrar estos mediante la captura violenta de cargamentos, naves e incluso pasajeros, los cuales revendían o liberaban a cambio de oro. Ello acabó desembocando en la creación de la Rheinischer Bund o Liga del Rin, formada para acabar con estos raubritter y restablecer el orden en esta cuenca comercial, cosa que para desgracia de estos nobles bandoleros acabaron logrando.

Sin embargo esta suerte de «veda» ya había quedado abierta y la vertiente bandoleril de la caballería europea persistiría en el Imperio y en muchas otras naciones (cada una con su propia versión del conflicto del Rin) como incómoda cara oculta de la clase de los bellatores y acompañando a la crisis y desintegración del sistema feudal (los saqueos constantes durante la Guerra de los Cien Años en suelo francés no son un mal ejemplo). No obstante no habría que tomar a los raubritter como personajes exclusivos de esta época ya que nada hace suponer que antes del siglo XIII no se diesen estos «caballeros de rapiña» (aunque quizá más como puntuales y pequeños señores de la guerra que como nobles bandidos), y de hecho continuaron pululando hasta bien entrado y gastado el Renacimiento, tras lo cual su criminal estampa se fue apagando poco a poco.

En cualquier caso no habría que seguir adentrándose tan a la ligera en los caminos, sin ir bien armados y en grupo, pues quién sabe si no acechan aún los raubritter en las encrucijadas.

jueves, 6 de septiembre de 2012

ECCE BLOG

Lo primero y más correcto sería, supongo, presentarse, así que vamos allá: me llamo Pablo Díez, y profesionalmente soy traductor e intérprete (o lo intento), y a modo de vocación artística pues me dio por ser escritor (esto ya no lo intento, sencillamente un día, frente al volumen de cosas escritas por estas manos que ahora teclean, me di cuenta de que esto ya pasaba de la simple afición o pasatiempo). Podría haberlo intentado con la pintura o la música, pero he de confesar que nunca fui demasiado hábil con las manos así que hubo que apañarse con lo que había, y lo que había era cabeza y un tanto trasnochado afán por la palabra escrita. Afán, por otra parte, alimentado con manos de paciente carbonero por un señor de Burgos que entre otras cosas es mi abuelo.

Además soy aficionado (no experto, más quisiera yo) o más bien amante de la Edad Media, lo cual significa que no resulto nada original en el panorama de la literatura actual, ya lo sé, pero aún así conservo la esperanza de poder aportar un «algo más» en lo relativo a esta fantástica época a la que tan asiduamente estamos viajando en los últimos años. No busco engrosar el gremio de los «enigmas templarios» ni sucedáneos, tampoco del sexo drogas y rock’n’roll histórico, no pretendo desenmascarar el lado oscuro de ningún monarca, ni rellenar con lo fantástico los huecos que la Historia haya dejado, tampoco sacar a pasear a elfos y orcos por el placer de describir cómo se achicharran ante las bolas de fuego de un archimago (todo muy «medieval», como podéis ver), y mucho menos escribir un libro de Historia o un tratado de literatura medieval. No pretendo hacer ninguna de estas cosas, sino todas a la vez, y al mismo tiempo, de nuevo, ninguna. Esto no esclarece nada, lo sé, pero a medida que se vaya desarrollando el blog veréis por dónde van los tiros y a dónde intento llegar cuando escribo.

Dicho esto, vamos allá con el motivo de inaugurar este blog.

Si bien no recuerdo ya la época en la que no escribía, no hace tanto que empecé a infiltrarme, pasito a pasito, en el mundo de la novela. Actualmente tengo cuatro, amén de una pequeña lista de cuentos y relatos cortos, intentos de poesía y ensayo y un libro de falsos haikus (no sé una palabra de japonés, así que no me atrevo a llamarlos verdaderos). Las tres primeras novelas, infames, no merecen mayor mención que ésta que estoy haciendo. A la cuarta, sin embargo, sí que le tengo un especial cariño, ya que le eché muchas más horas y ganas, trucos aprendidos tras garabatear páginas y páginas y páginas y páginas y más paginas (la única manera de lograr resabiarse un poco en este oficio) y tanta ilusión que no sólo al que la lee dice que le gusta (algunos incluso de manera sincera y sin estar yo presente) sino que logré con ella que me llegase mi primera oferta de publicación por parte de una editorial. Por desgracia, la zozobra económica occidental ha hecho que el asunto se retrase, pero (espero) será menester de no impacientarse y esperar uno o dos meses a poder sacar la cabeza y que vea el sol. Por si alguno se la cruza entre lomo y lomo de estante o entre portada y portada de mesa de librería, su título es «La canción del peregrino», y estáis más que invitados a daros una vuelta por ella, sin ningún compromiso y con libertad de volver a este mismo blog y quejaros por lo que os disguste.

Y dicho esto, vamos con el verdadero motivo de abrir este blog.

Mi quinta y última novela (la más nueva, que no la postrera, y continuación de «La canción del peregrino») se encuentra ahora en plena construcción. Hablar de «ahora» quizá resulte algo ambiguo ya que han pasado cuatro años desde que empecé con las primeras palabras y a éstas se le han ido añadiendo páginas y páginas, más de veinte capítulos y un prólogo… Aun así, calculo que aún me llevará cuatro o cinco meses acabar el primer borrador tras el cual vendrán la reescritura, las correcciones, los cortes y las adiciones de última hora y toda la parafernalia que hay que meterle en el capullo a este taco de hojas manuscritas para que al cabo de un par de meses salga algo parecido a una mariposa (renqueante y sin mucho lustre al principio, la pobre) que luego la mayoría llamen novela y a algunos pocos hasta les guste.

Construir una novela es, hablando en plata, una de las cosas más puñeteras que puede echarse uno sobre la espalda, pues el diablo está en los detalles, y sin detalles no hay novela. Sí, amigos, esos dos personajes que os imagináis tranquilamente el uno frente al otro a punto de empezar una conversación necesitan un escenario, necesitan estar de pie o sentados, si sentados un asiento, y ya puestos una mesa, y puesto que están hablando de esto y no de aquello digamos que están sentados en una terraza, necesitan beber algo, el camarero (o camarera) necesita una actitud hacia ellos, necesita inmiscuirse en la conversación o mantenerse indiferente y actuar como simple elemento decorativo. Por cierto, ¿qué época es? ¿Es real o ficticia? ¿Quizá fantástica? ¿O no hay época? ¿Está lloviendo o hace sol? ¿Dónde está la terraza? ¿Interior o exterior? ¿Se puede fumar en ella o no? Depende de la época. ¿Del año o de la historia? Y ahora necesitamos describir a nuestros personajes: ¿quiénes son?, ¿tienen nombre o no?, ¿su nombre es el verdadero o se ocultan bajo otra identidad, ¿los conocemos o no los conocemos?, ¿o acaso los conocemos pero el autor quiere que no los reconozcamos? ¿Qué edad tienen? ¿Qué aspecto tienen? ¿Cómo hablan? Éste tiene aspecto de soltar tacos. ¿Cómo visten? Esa camisa le quedaría bien ahora, pero quizá después, tras el momento en que éste le traiciona, porque le va a traicionar, que aún no ha abierto la boca pero se le ve en la cara… Tantos y tantos detalles, y aún no sabemos ni siquiera de qué va a tratar la conversación.
           
Cuento todo esto para ilustrar el cuidado que ha de tener el autor con estas minas semienterradas que son los detalles, los cuales no cejan en su empeño de estallarle a uno en las narices por muy sencilla, abstracta o breve que quiera hacer la narración. La experiencia habla por mí, y el que escriba sabrá de lo que hablo.
   
Por ello, compañero inseparable de fatigas del escritor (sin querer echarme encima los celos de plumas, bolígrafos, lápices, Olivettis y primas segundas y editores informáticos de texto en general) es siempre una libreta, que a veces se llama bloc, otras cuaderno y en más de una ocasión simple taco de apuntes. En él (lo juro) caben todos los detalles, y con ellos las dudas, las ideas furtivas y las ocurrencias geniales de una noche (normalmente a las cuatro de la mañana y a mil kilómetros de algo parecido a un papel), los «buscar más sobre», los «reescribir todo este capítulo», los «matar a este personaje cuanto antes»… Cabe, en resumen, todo el andamiaje de la novela, todo aquello que oculta el telón cuando la función está en marcha y la historia que se representa ante el lector sale a escena.
           
Eso precisamente es lo que busco con este blog. Desvelar algo de esa parte oculta que luego no da fruto más que en una frase o comentario de algún personaje, pero que al infeliz autor le llevó más de un mes descubrir y adecuar. Crear, en cierto modo, un doble abierto de esa libreta de notas.

Si bien la novela está ya bastante avanzada (acabo de abrir el vigésimo primer capítulo de veinticinco (prólogo y epílogo aparte) aún quedan meses de trabajo como ya he dicho (por no tener, no tiene ni título), y me he propuesto compartir aquí cuanto pueda de ese proceso de elaboración de argamasa literaria, de apuntalamiento de capítulos y finalmente de construcción de una novela. Búsquedas, curiosidades e inquietudes históricas y literarias, comentarios sobre tal o cual parte que me guste más o me guste menos (todas son hijas, y algo habrá que quererlas) y reflexiones peregrinas sobre esto que llaman escribir es lo que pienso ofrecer aquí. No busco que nadie me siga, quizá ni que me lea, pero si al menos uno o dos lo encuentran interesante y les arrasca lo suficiente el ánimo como para animarse a abrir esta novela o su predecesora ya habrá merecido la pena.

Ahora sí.

Bienvenidos a «Arqueta de sastre».