lunes, 10 de septiembre de 2012

ICH BIN EIN RAUBRITTER

Comienza el capítulo XXI, y un beato caballero se entretiene mirando el claro agua de un río, preguntándose por qué sus cuatro compañeros no han madrugado con él. No avanzaré nada más de la historia (tampoco es la intención del blog), pero lo importante es que este santurrón con espuelas acabará topándose antes de lo que espera con una banda de raubritter, y eso nos lleva al motivo de esta entrada.

Lo primero, ¿qué es eso de raubritter? Suena a teutón, y lo cierto es que lo es. La palabra viene del alto alemán medio y por desgracia (y que yo sepa) carece de traducción estandarizada en castellano. Sí que tiene un equivalente en inglés, que es robber knight, que podríamos traducir por «caballero ladrón» o «caballero bandolero» aunque no resulta demasiado convincente. La mejor traducción que he encontrado es la del siempre avezado e industrioso José María Faraldo, (al que nunca dejaré de admirar como traductor y de dar las gracias como lector) en la novela Narrenturm, de Andrzej Sapkowski. Con este bendito dueto ya me explayaré a gusto en otra ocasión, pero yendo a lo que íbamos la traducción propuesta para raubritter es la de «caballero de rapiña», que si bien no es perfecta (¿qué traducción lo es?) en mi opinión resulta bastante adecuada.

Supongo que ahora queda más claro de qué va todo. Estos «caballeros de rapiña» eran sencillamente caballeros (nombrados y los más con escudo heráldico, nada de impostores, aunque haberlos habríalos) que se dedicaban temporalmente, o permanentemente si la situación lo exigía, al pillaje y al bandidaje organizado. Podían llegar a generarse verdaderas «bandas» de estos caballeros, que en ciertas ocasiones llegaban a venderse como mercenarios y más de una vez acababan, incluso, organizándose como clanes familiares. Vendrían a ser, por lo tanto, una versión menos bucólica y más realista de Robin Hood, aquél noble inglés que según el folclore de la isla se dio al bandolerismo y se dedicaba a robar a los ricos para dárselo a los pobres.


La diferencia radica en que por ser un personaje de ficción (también otro día que esté pletórico igual escribo algo sobre el verdadero «Roberto Capucha»), el idealista señor de Locksley podía permitirse esta actividad delictiva semialtruista (algo quedaría en las arcas de los «alegres compañeros», digo yo) contra el malvado Juan Sin Tierra y sus secuaces en espera de que regresase el buen rey Ricardo y los pusiera a todos en su sitio. Los raubritter reales, sin embargo, lo mejor que podían esperar es que no les pillaran ni denunciaran, y dado el caso esperar tener unos buenos muros tras los que refugiarse y vasallos y hombres suficientes como para no acabar con una soga de corbata.


Los motivos que llevaban a caballeros «bien nacidos» a tomar oficio de salteadores eran de lo más diverso, aunque, como todo en la vida, pueden resumirse con la necesidad de conseguir oro, y más concretamente oro limpio, rápido y relativamente fácil. Contando por lo general con una infraestructura bastante respetable (digamos al menos un torreón como refugio, un puñado de hombres de armas a sus órdenes, caballos y pertrechos adecuados para entrar en combate) resultaba de lo más sencillo emboscar a viajeros o secuestrar caballeros y damas en unas tierras que por otro lado eran suyas (o cercanas) y conocían bien. Otra cosa distinta era echarse pecados sobre el alma y granjearse sospechas y enemigos, pero el oro ya estaba en las arcas y aún nadie había clavado nada en la puerta del castillo de Wittenberg, por lo que con óbolos, arrepentimiento y penitencia podía uno deshacerse hasta de los pecados más viles.


Históricamente los raubritter como tales surgieron en el siglo XIII en lo que hoy conoceríamos como Alemania, pero que en aquel entonces formaba parte, como otros países actuales, del Sacro Imperio Romano Germánico. Para hacerlo sencillo digamos que el asunto giraba en torno a una suerte de peaje que cobraban los señores por el tránsito de mercancías por el Rin y a través de sus propiedades ribereñas. Como se puede suponer esta actividad estaba sometida a unas normas de equidad establecidas por el Emperador, pero al producirse un oportuno interregno hacia la mitad del siglo romperlas resultaba tan sencillo como proponérselo y una vez hecho el negocio se volvía de lo más lucrativo. Así, no tardaron en producirse abusos por parte de estos señores ribereños que, ante el libre albedrío que se les ofrecía comenzaron a permitirse primero un aumento incontrolado del número y precio de los peajes por todo el Rin, y posteriormente el cobrar estos mediante la captura violenta de cargamentos, naves e incluso pasajeros, los cuales revendían o liberaban a cambio de oro. Ello acabó desembocando en la creación de la Rheinischer Bund o Liga del Rin, formada para acabar con estos raubritter y restablecer el orden en esta cuenca comercial, cosa que para desgracia de estos nobles bandoleros acabaron logrando.

Sin embargo esta suerte de «veda» ya había quedado abierta y la vertiente bandoleril de la caballería europea persistiría en el Imperio y en muchas otras naciones (cada una con su propia versión del conflicto del Rin) como incómoda cara oculta de la clase de los bellatores y acompañando a la crisis y desintegración del sistema feudal (los saqueos constantes durante la Guerra de los Cien Años en suelo francés no son un mal ejemplo). No obstante no habría que tomar a los raubritter como personajes exclusivos de esta época ya que nada hace suponer que antes del siglo XIII no se diesen estos «caballeros de rapiña» (aunque quizá más como puntuales y pequeños señores de la guerra que como nobles bandidos), y de hecho continuaron pululando hasta bien entrado y gastado el Renacimiento, tras lo cual su criminal estampa se fue apagando poco a poco.

En cualquier caso no habría que seguir adentrándose tan a la ligera en los caminos, sin ir bien armados y en grupo, pues quién sabe si no acechan aún los raubritter en las encrucijadas.

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