Para acabar con el asunto de los raubritter del capítulo XXI, avanzaré que se trata de una pequeña banda de estos caballeros, más al estilo de los de la Baja Edad Media que de los señores ribereños de los que hablaba en el artículo anterior. Es decir, una banda armada no muy grande que se mueve de forma clandestina para saquear aldeas y asaltar a los viajeros, aunque en esta ocasión su misión sea, para desdicha de los protagonistas, bien distinta (más de la índole de vender sus espadas al mejor postor). Pues, como ya podía adivinarse, aparte de cruzarse con el beato caballero que abre el capítulo acabarán por supuesto topándose con Galván y compañía (que, entre otras cosas, para eso están).
Antes de continuar quiero insistir en que trataré de dar los mínimos detalles sobre cómo se desarrolla la historia, en aras de que quien me lea aquí y luego en la novela no se encuentre con el argumento demasiado destripado. Sin embargo, más de una vez tendré que ir avanzando alguna cosa (nunca nada importante, prometido) para que se entienda un poco en qué estoy trabajando en ese momento.
En este momento estoy, pues, con una banda de caballeros de rapiña. Por cierto al final, entendiendo que el término no es patrimonio del señor Faraldo y no encontrando ninguno, mejor voy a usar éste por el momento. Raubritter no resulta muy esclarecedor de primeras, y teniendo en cuenta que no hay ningún contexto de cultura germana tampoco tendría mucho sentido (aunque caerá alguna vez).
De momento sólo han aparecido tres de los miembros de esta banda: el líder de estos caballeros de rapiña, otro al que provisionalmente he apodado «Alas de cuervo», y el escudero de aquél. En total había pensado en añadirles cuatro caballeros más (escuderos, pajes y hombres de armas aparte), teniendo en cuenta la cantidad de jaleo en la que se van a meter. Con el caballero beato aparecen sus cuatro compañeros (también acompañados de escuderos y sirvientes) lo cual nos da una incursión de once caballeros en total entre unos y otros y un par de escuderos con algún que otro diálogo largo.
El líder de los caballeros de rapiña que aparece, y que abordará al caballero beato como presentación, tendrá una trascendencia posterior y por eso requiere una construcción más elaborada que el resto (como explico unos párrafos más abajo). Se trata de un personaje detrás del cual andaba ya bastante tiempo, ya que cuando se me ocurrió la idea de introducirlo casi al final de la novela me encontré con su doble en la vida real (del cual, por cierto, no guardo muy grato recuerdo). El tipo, como el personaje, resulta ser una extraña caricatura del señor Humphrey Bogart que, como es de suponer, aparecerá aquí «medievalizada». Así que puede imaginársele como un bien peinado Rick que hubiese mudado el sombrero, la gabardina y el pitillo por una armadura completa y un corcel, con idéntico estilo cínico (¿cómo dejar escapar la ocasión frente a un interlocutor cuasifundamentalista?) e incluso inquietante cuando la ocasión lo requiere, acompañando a un rostro de inhabitual galán que, como el propio Bogart, parece inmerso en su propia versión del humor, la ética y escala de valores.
Su nombre (apodo más bien) es Lorenziena, compuesto por el italiano nombre de Lorenzo y por el epíteto iena («hiena» en castellano), lo cual ya revela bastante en cuanto a su oficio e intenciones. El nombre de su referente «humano» es otro, pero el resto es suyo. Pocas veces uso este viejo truco de escritor que consiste en utilizar referentes reales como apoyo directo para personajes ficticios (aunque, en el fondo, todo lo ficticio se acaba refiriendo inconscientemente a lo real) pero por una vez voy a darle una oportunidad a este Lorenziena, a ver cómo resulta. Por probar que no quede.
Este fragmento de la novela resulta muy típico en mi caso pues es uno de esos con personajes, escenarios y situaciones completamente ad hoc (quizá algún personaje, peregrino, vuelva a aparecer un centenar de páginas después, aunque no suele ser así) de manera a poder desarrollar la historia totalmente al margen de los personajes principales pero con acontecimientos que les acabarán afectando. Personalmente siento predilección por este tipo de construcciones y las utilizo a menudo ya que permiten hacer avanzar una historia más o menos global alrededor de la principal sin tener que recurrir a larguísimos párrafos explicativos de cómo está la situación general (imaginemos un contexto de guerra, como es el caso) ni a personajes que se crucen con los protagonistas y les relaten historias paralelas a la suya (si bien, tarde o temprano, cae alguno) y ofrecen al mismo tiempo un poco de aire fresco en la maraña de la historia principal, con personajes e historias nuevos y breves.
El primero es el de las descripciones, y escoger quién «merece» ser descrito y quién no ya que resultaría fastidioso (para el autor, y no digamos ya para el pobre lector) describir todos y cada uno de los personajes en estos fragmentos para luego abandonarlos para siempre al cabo de unas pocas páginas. No obstante, a algunos de ellos sí resulta necesario describirlos pues, como es el caso de Lorenziena, tendrán un papel algo más largo e interesa que el lector tenga en la cabeza una imagen mental del personaje cuando éste vuelva a aparecer. En este fragmento, por lo tanto, pese a que entran alrededor de doce o trece personajes nuevos con diálogo, sólo el raubritter bogartiano (y su escudero de manera algo velada) tendrá una apariencia establecida.
El segundo problema es el de los nombres ya que, se les mencione una vez en toda la novela o a cada página, todo personaje al que nos refiramos individualmente debe tener un nombre. Ya sea «él» o «Wolf Theodoricus Von Trautmansdorf» el personaje merece tener un nombre bien construido y consecuente con la historia, de modo que en mi caso estoy cuasi abonado a glosarios de nombres, apellidos y gentilicios europeos medievales. Con una dificultad añadida, que me encantan los nombres con un significado, y así en «La canción del peregrino» que uno de los lugartenientes de BlaneRos se apellidara Lagrand («la grande» en francés) y el otro Bouquet («ramo», pero también «aroma» por relación con las flores) no tenían nada de gratuito, igual que ocurre con Lorenziena. He compuesto (espero que por última vez) una pequeña lista de candidatos tanto para los caballeros como para los raubritter y al final los ganadores han resultado ser cinco portugueses (Alvaro, Estevam, Martim, Nuno y Rui), un francés (Payen), un inglés (Urban), un castellano (Beltrán) y tres apodos, a saber un Alas de cuervo, un Sinnariz, un Hogaza y un escudero llamado Lanzarote (extraño nombre para un escudero, lo sé, pero tiene su por qué).
Los títeres están en escena, y ahora sólo toca moverlos.
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