Ello me llevó de vuelta a una cuestión que me plantea casi cualquiera que me sorprende en plena faena escritora o que le echa una ojeada al resultado en construcción, y que no es otra que lo que hoy en día llamaríamos el «soporte de redacción». Y es que salvo contadísimas ocasiones –algún microrrelato suelto o cosas parecidas– siempre redacto a mano, esto es escribiendo directamente en un papel. No todos lo entienden, ya que es cierto que a los lectores en general les parece raro que en los tiempos que corren aún se escriba a mano (algo más propio de otras épocas, desde un cautivo Cervantes a un indeciso (basta con ver muchas de sus notas para ver que de cada seis frases tachaba cinco) Maupassant) y que se suele relacionar en la actualidad la figura del escritor con la de un aventurero Hemingway, corriendo de país en país con la Olivetti a cuestas. Y sin embargo, sí, muchos escritores seguimos escribiendo a mano, y si alguna vez me empieza a molestar la muñeca al cabo de dos o tres horas de garabatear, suelo acordarme de las ventajas de este método, y si no de lo que una vez me dijo la madre de un amigo hablando sobre ello y que, traducida, vendría a significar que «sólo un verdadero escritor escribe a mano».
Los que todavía somos aficionados a darle al papel no lo hacemos simplemente por emular románticamente a la imagen que tenemos del escritor (que también, para qué vamos a mentir…) sino por las mencionadas ventajas que este método presenta. Pero evidentemente no habría ventajas sin inconvenientes, y aunque a ratos se equilibran sí que compensa en mi opinión optar por el método tradicional, especialmente cuando se trata de un texto largo y complejo como es una novela.
Las desventajas saltan, creo, a la vista. Por un lado el coste de papel y tinta, que aunque no parezca importante demuestra serlo al cabo del tiempo. Cuando el número de hojas y páginas asciende a unos cuantos cientos y el tiempo se alarga hasta varios años se necesitan buenos cuadernos en que se conserve claro lo escrito, cuadernos que no son precisamente baratos y, me temo, en un país como España (en que se considera delito vender cuadernos sin espiral metálica y sin cuadrículas) cada vez más difíciles de encontrar. También nos encontramos con el problema de la tinta, que aunque tiene una solución más sencilla sigue teniendo un alto coste y de hecho un servidor se ha pasado de la pluma estilográfica al humilde bolígrafo, que estando como está el I.V.A en la papelería no es cuestión de rellenar el cartucho cada docena de páginas. Por otro lado tenemos el problema del espacio, y es que una novela redactada a mano ocupa mucho. Y cuando digo mucho no exagero, que entre libretas (yo me muevo al menos con un par), fotocopias, notas, y los propios cuadernos todo ocupa un volumen importante. Tampoco cabe olvidar la velocidad de redacción, que si bien todos estamos acostumbrados a escribir de vez en cuando a mano también hemos perdido la costumbre de redactar grandes cantidades a fuerza de muñeca y somos tremendamente más rápidos haciéndolo a base de tecla.
En cuanto a las ventajas son más sibilinas, pero tan satisfactorias que se imponen sin esfuerzo. Por un lado está el llamado «tacto de la escritura», que no sólo se refiere a la sensación de estar pasando algo directamente de la cabeza de uno al papel y al romanticismo sensorial que conlleva, sino también (aunque para el ojo no entrenado no sea evidente) la manera en que se redactó un párrafo. No es lo mismo una letra sosegada sin tachones que una apretada y nerviosa con correcciones intermitentes. El que ese párrafo escrito pase íntegro a la versión final, se modifique, o directamente se elimine depende no pocas veces de una cosa en apariencia tan trivial como la letra con que está redactado. Tenemos también otro punto muy interesante (en mi opinión el punto clave) y es que todo lo que está escrito se queda escrito, es decir que a menos que se arranque la página, lo que queda tachado sigue quedándose ahí y en el futuro, cuando el manuscrito se pase a limpio, quedan los fragmentos «desechados». Estos, en más ocasiones de las que pueda parecer, vuelven a retomarse, sirven de pie para nuevos fragmentos o aclaraciones o incluso vuelven a incluirse si la continuación de la historia lo permite. En el caso de la redacción informática la tentación de eliminar por completo un fragmento que en ese momento no gusta es tremenda y se hace casi imposible volver a recuperarlo si tiempo después se le encuentra una utilidad. La redacción tradicional a mano permite, igual que con los fragmentos desechados, incluir notas a pie de página o en los márgenes y comentarios sobre las propias frases, cosas, ambas, que la informática imita a la perfección, pero que de nuevo vuelve demasiado tentador borrar en pleno ataque de vanidad artística o en plena crisis de creatividad.
Así, y pese a las ventajas que ofrece el escribir a ordenador o a máquina y que no he citado por evidentes (rapidez, comodidad de transporte, edición y almacenamiento…) para proteger al propio texto y al autor de sí mismos (recordemos que la inmensa mayoría de los escritores son (a mí aún me queda, espero, mucho) esquizofrénicos) es mucho más interesante y proporciona una mayor calidad al trabajo la redacción tradicional.
Ah, acabo de encontrar otro bolígrafo. Vuelvo a mis renglones.