miércoles, 28 de noviembre de 2012

PLUMAS, TINTEROS Y BOLÍGRAFOS

Anoche (realmente hace dos semanas, pero he tenido este artículo en conserva), como quien no quiere la cosa, cayó el bolígrafo número catorce o quince en pleno acto de servicio, justo en el momento en que la barbota de un raubritter estaba en la boca del canal de una ballesta, de modo que el rebuscar otro Bic que aún tuviese tinta le dio al caballero de rapiña unos minutos más de vida literaria.

 

Ello me llevó de vuelta a una cuestión que me plantea casi cualquiera que me sorprende en plena faena escritora o que le echa una ojeada al resultado en construcción, y que no es otra que lo que hoy en día llamaríamos el «soporte de redacción». Y es que salvo contadísimas ocasiones –algún microrrelato suelto o cosas parecidas– siempre redacto a mano, esto es escribiendo directamente en un papel. No todos lo entienden, ya que es cierto que a los lectores en general les parece raro que en los tiempos que corren aún se escriba a mano (algo más propio de otras épocas, desde un cautivo Cervantes a un indeciso (basta con ver muchas de sus notas para ver que de cada seis frases tachaba cinco) Maupassant) y que se suele relacionar en la actualidad la figura del escritor con la de un aventurero Hemingway, corriendo de país en país con la Olivetti a cuestas. Y sin embargo, sí, muchos escritores seguimos escribiendo a mano, y si alguna vez me empieza a molestar la muñeca al cabo de dos o tres horas de garabatear, suelo acordarme de las ventajas de este método, y si no de lo que una vez me dijo la madre de un amigo hablando sobre ello y que, traducida, vendría a significar que «sólo un verdadero escritor escribe a mano».  

 

Los que todavía somos aficionados a darle al papel no lo hacemos simplemente por emular románticamente a la imagen que tenemos del escritor (que también, para qué vamos a mentir…) sino por las mencionadas ventajas que este método presenta. Pero evidentemente no habría ventajas sin inconvenientes, y aunque a ratos se equilibran sí que compensa en mi opinión optar por el método tradicional, especialmente cuando se trata de un texto largo y complejo como es una novela. 

 

Las desventajas saltan, creo, a la vista. Por un lado el coste de papel y tinta, que aunque no parezca importante demuestra serlo al cabo del tiempo. Cuando el número de hojas y páginas asciende a unos cuantos cientos y el tiempo se alarga hasta varios años se necesitan buenos cuadernos en que se conserve claro lo escrito, cuadernos que no son precisamente baratos y, me temo, en un país como España (en que se considera delito vender cuadernos sin espiral metálica y sin cuadrículas) cada vez más difíciles de encontrar. También nos encontramos con el problema de la tinta, que aunque tiene una solución más sencilla sigue teniendo un alto coste y de hecho un servidor se ha pasado de la pluma estilográfica al humilde bolígrafo, que estando como está el I.V.A en la papelería no es cuestión de rellenar el cartucho cada docena de páginas. Por otro lado tenemos el problema del espacio, y es que una novela redactada a mano ocupa mucho. Y cuando digo mucho no exagero, que entre libretas (yo me muevo al menos con un par), fotocopias, notas, y los propios cuadernos todo ocupa un volumen importante. Tampoco cabe olvidar la velocidad de redacción, que si bien todos estamos acostumbrados a escribir de vez en cuando a mano también hemos perdido la costumbre de redactar grandes cantidades a fuerza de muñeca y somos tremendamente más rápidos haciéndolo a base de tecla.

 

En cuanto a las ventajas son más sibilinas, pero tan satisfactorias que se imponen sin esfuerzo. Por un lado está el llamado «tacto de la escritura», que no sólo se refiere a la sensación de estar pasando algo directamente de la cabeza de uno al papel y al romanticismo sensorial que conlleva, sino también (aunque para el ojo no entrenado no sea evidente) la manera en que se redactó un párrafo. No es lo mismo una letra sosegada sin tachones que una apretada y nerviosa con correcciones intermitentes. El que ese párrafo escrito pase íntegro a la versión final, se modifique, o directamente se elimine depende no pocas veces de una cosa en apariencia tan trivial como la letra con que está redactado. Tenemos también otro punto muy interesante (en mi opinión el punto clave) y es que todo lo que está escrito se queda escrito, es decir que a menos que se arranque la página, lo que queda tachado sigue quedándose ahí y en el futuro, cuando el manuscrito se pase a limpio, quedan los fragmentos «desechados». Estos, en más ocasiones de las que pueda parecer, vuelven a retomarse, sirven de pie para nuevos fragmentos o aclaraciones o incluso vuelven a incluirse si la continuación de la historia lo permite. En el caso de la redacción informática la tentación de eliminar por completo un fragmento que en ese momento no gusta es tremenda y se hace casi imposible volver a recuperarlo si tiempo después se le encuentra una utilidad. La redacción tradicional a mano permite, igual que con los fragmentos desechados, incluir notas a pie de página o en los márgenes y comentarios sobre las propias frases, cosas, ambas, que la informática imita a la perfección, pero que de nuevo vuelve demasiado tentador borrar en pleno ataque de vanidad artística o en plena crisis de creatividad.

 

Así, y pese a las ventajas que ofrece el escribir a ordenador o a máquina y que no he citado por evidentes (rapidez, comodidad de transporte, edición y almacenamiento…) para proteger al propio texto y al autor de sí mismos (recordemos que la inmensa mayoría de los escritores son (a mí aún me queda, espero, mucho) esquizofrénicos) es mucho más interesante y proporciona una mayor calidad al trabajo la redacción tradicional. 

 

Ah, acabo de encontrar otro bolígrafo. Vuelvo a mis renglones.

lunes, 12 de noviembre de 2012

TRES RECETAS MEDIEVALES

Tal y como prometía dos entradas atrás, dejo aquí un par de recetas de cocina medieval, que he decidido colocar en una entrada aparte para no hacer la anterior demasiado larga. No he tenido ocasión de probarlas (aún), de modo que no puedo hablar bondades de ellas, pero si no consigo que nadie se anime al menos que quede como divulgativa curiosidad. Ambas recetas las he sacado de una revista de original nombre llamada Medieval, la cual sigo desde hace más o menos un año y de la que no recibo ningún dinero por promocionar pero que recomiendo a cualquier amante del período o simplemente de la Historia y en la que (por si algún miembro de su equipo leyera esto) no me importaría nada trabajar como revisor. Incluyo también al final una receta, sacada de aquí y de allá y probada varias veces por un servidor, del conocido hipocrás, una suerte de vino especiado muy popular durante el Medievo y los siglos posteriores.



Y ahora que ya he quedado como un borracho, vamos con las recetas.

GARBANZOS TIERNOS
Recepta LII. Llibre de Sant Soví.
Receta catalano-aragonesa. Siglo XIV-XV. 

 

Ingredientes: 
-Garbanzos tiernos (no secos)
-Leche de almendras
-Dos cebollas
-Perejil
-Albahaca
-Mejorana
-Jengibre
-Agraz
-Aceite de oliva
-Sal
-«Buenas hierbas» (romero, menta, salvia, tomillo…)

Preparación:
Primero se deben lavar bien los garbanzos tiernos. Luego se deben de hervir con la leche de almendras, el aceite y la sal, añadiéndole también un par de cebollas escaldadas previamente. Cuando estén cocidos, se le debe añadir el perejil, la albahaca, la mejorana, el jengibre majado, el agraz y unas «buenas hierbas».

TORTILLA DE NARANJAS
Receta de la Corona de Aragón. Siglo XV.




Ingredientes:
-Huevos
-Naranjas
-(Limón)
-Azúcar o miel
-Aceite de oliva o manteca de cerdo
-Sal

Nota: en la receta original no se incluye el limón, pero teniendo en cuenta que la acidez de las naranjas en la Edad Media era superior al de las actuales (que no saben a nada) conviene potenciar la acidez de aquéllas. Se recomienda también hacer raciones individuales en platos hondos ya que la tortilla no cuajará demasiado.

Preparación:
Para empezar, exprimid las naranjas (y los limones) necesarias. Luego, poned a calentar una paella (sartén) pequeña, preferiblemente de ración individual con un poco de aceite o manteca. Seguidamente, batid los huevos y añadidles el zumo exprimido. Luego añadid el azúcar o miel y la sal al gusto y cocinad la tortilla.

HIPOCRÁS:
Receta propia, compuesta a partir de recetarios medievales y de recetas actuales. 


 

Ingredientes:
-Vino tinto (mitad del total)
-Vino blanco (mitad del total)
-Canela (una cucharada y media pequeña por cada litro de vino)
-Clavo (una cucharada pequeña por cada litro de vino)
-Jengibre en polvo (media cucharada pequeña por cada litro de vino)
-Azúcar (cinco cucharadas soperas por litro)

Nota: la cantidad de especias y azúcar es aproximada, ir probando a medida que se hace y adecuar al gusto de cada uno. El vino que se utilice es, entre comillas, para estropearse, de modo que no interesa que sea demasiado bueno. No es obligatorio usar un vino de cada clase, pero el sabor es mejor. En lugar de colar el hipocrás con una manga puede hacerse con un colador, pero cuidado con los trocitos de clavo que pudieran colarse.

Preparación:
Calentar ambos vinos en una olla grande a fuego lento. Añadir enseguida las especias e ir removiendo cada poco, probándolo al mismo tiempo. Retirar la olla del fuego en cuanto empiece a hervir. Colarlo todo con una manga y dejarlo reposar. Suele servirse tibio, pero está igualmente bueno un poco caliente e incluso frío.   

QUAND JE BOIS DU VIN CLARET... (2)

Hablaba el otro día de comer en la Edad Media, y antes de que el artículo se fuese de las manos pretendía dedicarlo al modo en que se «distribuyen» las comidas dentro de una novela y más concretamente dentro de la que estoy trabajando. Por supuesto no estoy hablando de que los personajes deban alimentarse tres veces al día cada x páginas ni de que estas deban ser comentadas y descritas, pero sí confieso que tengo una especial debilidad por colar a menudo algún que otro momento gastronómico.

 

Comentaba una vez a un amigo, hablando del tema, que curiosamente suelo hacer comer a mis personajes cada vez que yo mismo tengo hambre, como si mi estómago quisiera recordarme sonoramente que esta gente que tengo a mis ordenes (más quisiera…) bajo la punta de la pluma también son humanos (o así lo pretendo) y deben llevarse algo a la boca de vez en cuando. Trasegar espumosa y tintos le da a los personajes un aura fanfarrona y varonil, pero quedaría ridícula y vacuamente recurrente si no les diese algo con que pasarlo.

 

Por lo general, y me atrevería a decir que (literariamente hablando) hasta hace muy poco, la comida no ha gozado nunca de un especial protagonismo en una historia. Tampoco clamo por hacer de una novela un libro de cocina, y pienso que la comida no debería hacer su aparición más que puntualmente y más como telón de fondo y ornamento que como una suerte de leitmotiv que no tendría ningún sentido, pero sin embargo es curioso observar como a un acto tan cotidiano se le da tan poquísima importancia o se obvia directamente. No quiero decir con ello que la comida no tenga su lugar en la literatura, si bien necesita casi siempre un motivo para salir a escena. Dos personajes no suelen seguir una discusión en un restaurante, ni uno de ellos se va a poner a cocinar de repente si precisamente el encontrarse en un restaurante o cocinar no significan nada y no aportan nada a la historia. La acción no se sitúa en un banquete, o en una taberna, o en una orilla del camino en que detenerse y yantar si con ello el autor no busca decir nada ni plantear un escenario justificado. Lo mismo sucede con los alimentos. Rara vez la aparición o descripción de estos es baladí. Siempre esconden una justificación, un significado o a lo sumo un guiño pretendido por el autor. Me atrevería a decir que casi nunca en una novela aparece la comida como algo banal y puramente decorativo, como algo tan habitual y cotidiano como salir a una calle en pleno Medievo y andarse con ojo para que no le llueva o pise uno algo desagradable y de cuyo olor le será difícil deshacerse. Pienso en ejemplos como los recurrentes momentos culinarios del señor Tolkien (buscando con ello identificar su Tierra Media y habitantes con la gastronomía de una campiña británica preindustrial) o el enriquecedor interés del señor Benacquista por la pasta y la comida italiana en general (buscando de nuevo algo con ello, que es utilizar la cocina y la comida como catalizador de la nostalgia de los personajes). 

 

Por mi parte, y no sólo porque busque entre otras cosas con esta novela y su predecesora ilustrar la realidad del mundo del Medievo, gusto de ser pródigo en momentos gastronómicos. Me parece (o eso quiero imaginar) que le dan un leve barniz de realidad a la historia, un matiz de realidad, como alejando a castillos, damas y torneos de la más ortodoxa fantasía y acercándolos algo más a la realidad histórica que se pretende imitar y (¿por qué no?) divulgar. Me viene a la mente, por ejemplo, el caso del señor George Lucas cuando en su arriesgado Episodio IV de su saga espacial decidió cubrirlo todo de mugre y polvo, dándole a la escena precisamente un barniz de realidad, de cotidiano, de «usado» en palabras de los críticos de la época, lo cual confesaron que ayudaba al espectador a introducirse más en la historia a pesar de que aquel estilo mugriento chocaba directamente con la más rancia escuela de la Ciencia-Ficción en que todo eran naves y androides impolutos y pulidos.    


Así, cuando la ocasión se presenta (y en una novela en que los protagonistas están casi permanentemente de viaje lo hace muy a menudo) reúno a Galván y compañía en torno a una mesa o a una hoguera y les hago mover un poco el bigote. Y es entonces cuando surge un súbito problema en el que el trabajo de investigación poco o nada ayuda: ¿qué comer? Tal y como aparecía en el pasado artículo lo que sabemos sobre la mesa y la cocina medievales no es poco y hay abundante material sobre los ingredientes, la preparación, el consumo y hasta las normas de las comidas, pero por desgracia el homo medievalis pese a ser un ser que peregrina a menudo no es un auténtico viator en sí, por lo que viaja a menudo, pero con el inicio, el destino y la ruta bien claros. ¿Y en qué atañe esto al comer? Muy sencillo. En que el hombre medieval se desplaza por su geografía, pero a menos que se vea obligado a ello (en ese sentido, las cosas no han cambiado desde la Edad Antigua) nunca pernoctará al raso si puede hacerlo bajo techo. Es decir, si puede, comerá en una mesa y de un puchero (como es normal). Esto nos conduce a un problema, y es que precisamente es en la novela de aventuras donde los personajes se alejan más de los caminos trillados en que abunden posadas. Esto es, cuando de encender una hoguera y preparar la pitanza se trata, hay muy poca base histórica e incluso literaria (alguna excepción hay, por supuesto, pero aun así) en la que apoyarse.

 

Pueden resultar de ayuda los recetarios medievales, mediante la búsqueda de recetas y consejos sencillos que pudiesen pasar por passe-partout y lo mismo aparezcan en la mesa de una posada que una escudilla de campamento, pero lo cierto es que la inmensa mayoría pertenecen al ámbito de los grandes fastos de las mesas nobles, con extravagantes interiores e innumerables condimentos y fantasías. Así, sólo queda echar mano de dos cosas: por un lado la imaginación (buscar con lógica qué puede encontrarse de comer en una dehesa, por ejemplo, y elaborar la comida a partir de eso) y por otro la comida tradicional, considerando que salvo por los ingredientes (los productos que más tarde llegarían de América o los manufacturados) aquélla no ha evolucionado demasiado desde el período medieval hasta el siglo XX. Los platos de legumbres, los embutidos, la caza, los caldos y demás siguen siendo, en esencia, los mismos.

 

De este modo, más o menos, se va trampeando el problema, y ejemplo de ello en esta novela en cuestión son las habas con tocino cocinadas en el prólogo, los patos asados que cazan y devoran los protagonistas en su paso por un bosque, o los lucios con cebollas silvestres con los que se abre el capítulo XX. Aunque, por supuesto, también queda espacio para la cocina más «típicamente medieval» esto es la de recetarios históricos, y así la careta de cerdo frita con miel y uvas resulta ser la especialidad de una posada o la cabeza de oso con halcón asado se convierte en el excéntrico plato principal de un banquete ducal al que nuestros protagonistas se ven algo forzados a acudir. Pero todo esto, con sus sabores y aromas barnizando la historia, habrá que descubrirlo en la propia novela.

martes, 6 de noviembre de 2012

QUAND JE BOIS DU VIN CLARET...

¡He probado de ocho carnes distintas, soy un auténtico ser del Medievo!

Así decía Homer Simpson en un memorable capítulo de la serie, y es cierto que pocas imágenes se asocian más con el hombre medieval (justas y monasterios aparte) que el de la buena mesa. Sin embargo nada más lejos de la realidad, ya que prácticamente nadie en aquel tiempo disfrutaba de lo que hoy llamaríamos una «alimentación saludable», la mayoría ni siquiera gozaban de una alimentación suficiente y al resto, faltando unos cuantos siglos para que alguien se preocupara por el concepto (en tiempos de mayor bonanza), ni siquiera les sonaba aquello de una «comida equilibrada». No obstante tampoco habría que generalizar, ya que poco tenía que ver la mesa de un jarl nórdico con la de un califa, si bien ambos comían y bebían lo mejor de cada tierra, y de igual modo la situación climática, política o social de cada época y lugar dictaban férreamente lo que se servía (si es que había algo que servir) en la mesa del campesino, del burgués, del caballero o del abad.

 

Sin querer extenderme demasiado (que tampoco es el objeto de este artículo ni del blog) si mencionaré algunos puntos interesantes sobre la mesa en la Edad Media en Occidente. El primero es el modo en que la sociedad regía (como en general lo regía todo) la extracción, preparación y el consumo de los alimentos. Estaba por un lado la diferenciación evidente y estanca entre las distintas clases sociales (entre la casi omnipresente carne de la mesa noble, la recurrente sopa con pan de la campesina y la variedad ostentosa de la burguesa) y por otro las normas religiosas (que prohibían el consumo de ciertos alimentos permanentemente o durante ciertas épocas (por ejemplo durante la Cuaresma) y los preceptos médicos (que comenzaban, en su interés por discernir los alimentos sanos y los saludables del resto para utilizarlos en los tratamientos, a asentar las bases de una buena alimentación).

 

Otro punto interesante es el de la distribución de las comidas. Hoy en día nos regimos según la base de tres comidas diarias: desayuno, almuerzo (o comida) y cena, si bien, cual voraces hobbits, aceptamos innumerables variantes y combinaciones (segundos desayunos, pausas para café, aperitivos, onces, doces, bocadillos, meriendas, bocadillo de media mañana o de medianoche…). En la época que ocupa a este blog la regla establecida era de dos comidas: almuerzo (hacia el mediodía) y una especie de merienda ligera que se tomaba ya a última hora, cerca de la puesta de sol; y del mismo modo que hacemos hoy las variantes y combinaciones eran infinitas: desayuno (del que no solían privarse todos aquellos que madrugaban para trabajar), cena (siempre ostentatoria y a menudo con carácter festivo, de modo que no todo el mundo podía permitírsela), descansos (lo de las pausas para el café no es ni de lejos feudo de nuestro tiempo) y toda clase de aperitivos y comidas intermedias destinadas a celebrar, agasajar o por simple capricho.

 

Un punto curioso es el de la cubertería y la vajilla, precisamente por ser casi inexistentes. La cubertería solía componerse únicamente de cuchara, a la que se le añadía el puñal (el de cada uno, normalmente, o uno pasado de mano en mano) en caso de platos de carne o difíciles de trocear (que no de arrancar) y en cuanto a la vajilla solía bastar con un plato o cuenco (donde lo había, y si no todos comían de las mismas fuentes y cacerolas o directamente vaciando la carcasa del pan duro) y una copa (que también solía compartirse y era motivo de distinción social beber de la misma que alguien de rango superior). No fue hasta bien entrado y acabado el XIV cuando comenzó a popularizarse algo que hoy consideramos tan banal como el tenedor (y no entre todas las clases sociales, por supuesto), el cual comenzó a hacer su tímida aparición en Italia (donde, y no es broma, solía usarse sobre todo para la pasta) y una de cuyas primeras referencias data del Siglo XI, en Venecia, con el «incidente» provocado por la princesa bizantina Theodora Doukaina al comer en la mesa del dogo usando tan estrafalario utensilio. Sobre servilletas y demás elementos de higiene hay muy poco que decir: bien valían mangas, manteles, faldones, cabellos, barbas, greñas de perros y gatos y hasta ropas de sirvientes. Si bien solía ser costumbre en las grandes ocasiones repartir aguamaniles y palanganas con agua y toallas para que cada uno pudiera lavarse los dedos y la boca entre plato y plato o al final de las comidas. Una última curiosidad es que por lo general, y si la ocasión lo permitía, en las clases altas hombres y mujeres solían comer aparte, precisamente para no tener que observar el común decoro que solía exigirse a los de su clase a la hora de comer (sin casi cubiertos, sin servilletas y compartiendo vajilla, se entiende).

 

Tras haber hablado del cómo y del cuándo, llega el momento de hablar del qué, esto es de los ingredientes que llegaban a las mesas del Medievo. La base sin duda era, como en todas las civilizaciones humanas, el pan, que estaba presente en todas las comidas y en todas las mesas en todos los días del año. La diversidad de los cereales empleados para la harina (se usaban los que eran más abundantes en cada zona, en realidad, aunque lo que más solía abundar casi en todo Occidente era el trigo) nos ha legado una tremenda variedad de panes en la actualidad (basta con llegarse a cualquier panadería del centro o del norte de Europa y comprobarlo). En cuanto a las frutas y a las legumbres, hortalizas y verduras se diferencian unas de otras durante este periodo por hallarse en extremos opuestos de la consideración social. Mientras que las segundas eran res omnium y a ellas podía acceder cualquiera, las primeras eran relativamente más raras (que no inaccesibles) por necesitar de un cultivo más especializado, si bien algunas como las manzanas o las moras (que podían encontrarse salvajes) eran bastante fáciles de conseguir. Llegando a la carne y al pescado, reyes indiscutibles de la mesa del Medievo, sólo cabe decir tres cosas: se comía de todo, de cualquier forma imaginable, y no se desaprovechaba nada. Ahora sírvase imaginar el lector cuanto quiera, desde terneros, cerdos y ovejas, pasando por ciervos enteros, cabezas de jabalíes, corzos y rebecos, por cigüeñas, polluelos de de todo tipo en pasteles y tartas, cisnes y pavos reales, hasta lampreas, truchas, tiburones, delfines y por supuesto toda clase de moluscos. Sobre esto hay innumerables curiosidades en las que no me extenderé, pero sirvan como muestra que la consumición de carne de cisne era sobre todo ostentatoria, ya que pese a su precio se decía que creaba atontamiento permanente a los comensales, o que la carne de castor era considerada como pescado (no en vano es un animal acuático) y así se permitía que fuera consumida durante la Cuaresma. 

 

Finalmente tenemos los condimentos, y hablando de Edad Media éstos no pueden ser sino las especias, siguiendo la tradición de los últimos siglos del Imperio Romano y aprovechando la relativa cercanía de Oriente y el eje comercial con éste que representaba el accesible Mediterráneo. En su mayor parte el precio de las especias era prohibitivo (casi el cien por cien era producto importado), si bien llegaron a gozar de una cierta popularidad teniendo en cuenta que eran lo único con lo que podían sazonarse los platos, y así palabras como pimienta, canela, comino, jengibre y clavo entraron en el vocabulario más o menos común pese a su exclusividad. No obstante, siempre quedaban sazonadores más «baratos» (para muchos todavía un pequeño lujo) y populares como la sal, el vinagre, la miel, la leche (animal o de almendras) e incluso el azúcar (aún algo raro en aquella época). 

 

Y ahora, por supuesto, hermano del comercio es el bebercio, de modo que vamos con la bebida. Aquí podemos hablar de cuatro tipos que, más o menos venían existiendo desde la Edad Antigua y que también más o menos subsisten hasta nuestros días. El primero, claro, es el agua. Siempre apetece beber agua, que diría Reinaldo de Châtillon (o eso dice Ridley Scott…), y sin embargo no hay mayor anacronismo que éste. ¿Que acaso los hombres del Medievo no bebían agua? Claro que sí, y en grandes cantidades, igual que en la época actual, pero preferían evitar beberla siempre que les era posible. ¿La razón? La primera, la dudosa pureza de un agua que salvo en el caso de los ríos caudalosos dejaba mucho que desear en cuestiones de salubridad y la segunda la mala fama que por ello tenía. Así la sociedad en general y más específicamente la peregrina comunidad médica la desaconsejaban frente al caldo de los caldos: el vino. Éste ha gozado desde muy antiguo del prestigio más elevado entre las bebidas y así se recoge hasta en las más antiguas leyendas. Por supuesto, llegado el Medievo, su buena fama no podía sino acrecentarse y además de ser recomendado por sus propiedades digestivas y porque «aclaraba el humor» (¿quién lo duda?) por la distinción social que confería el poder beber un buen vino. Dada la abundancia de vides en gran parte de Europa (recordemos que durante una parte importante del Medievo el clima era más cálido que el actual) se encontraba en cualquier taberna y posada, pero beber un vino «sin bautizar» y de buena calidad estaba sólo al alcance de los más adinerados. No obstante era una de las bebidas más populares y a su alrededor se desarrolló toda una industria gremial que hizo no pocas fortunas y renombres que subsisten hasta el día de hoy. 

 

El tercer tipo era, no cuesta nada adivinarlo, la cerveza, más propia de países fríos y a la que costó más desarrollarse sobre todo debido a los problemas que planteaba su conservación durante largos periodos de tiempo, lo que obligaba a beberla casi «recién hecha», mucho más turbia de lo que estamos acostumbrados ahora y con una graduación bastante inferior (lo digo por si a alguno le da por emular a algún héroe sajón y pimplarse un barril entero). Finalmente el cuarto tipo lo componen toda una gama de bebidas espirituosas destiladas de prácticamente todo lo que el hombre ha podido destilar y las variantes del vino. Así encontramos el popular hidromiel, el hipocrás, la sidra, la perada y un sinfín de orujos y licores locales que dieron origen a más de un alcohol actual. 

 

Ya véis, una vez más el artículo se me ha ido de las manos y me veo obligado a dejarlo aquí para que resulte digerible (y nunca mejor dicho). Dentro de unos días la segunda parte con el por qué literario de este repentino interés gastronómico y si se tercia alguna receta curiosa por si alguien se anima. De momento, ¡salud y buen provecho!