lunes, 12 de noviembre de 2012

QUAND JE BOIS DU VIN CLARET... (2)

Hablaba el otro día de comer en la Edad Media, y antes de que el artículo se fuese de las manos pretendía dedicarlo al modo en que se «distribuyen» las comidas dentro de una novela y más concretamente dentro de la que estoy trabajando. Por supuesto no estoy hablando de que los personajes deban alimentarse tres veces al día cada x páginas ni de que estas deban ser comentadas y descritas, pero sí confieso que tengo una especial debilidad por colar a menudo algún que otro momento gastronómico.

 

Comentaba una vez a un amigo, hablando del tema, que curiosamente suelo hacer comer a mis personajes cada vez que yo mismo tengo hambre, como si mi estómago quisiera recordarme sonoramente que esta gente que tengo a mis ordenes (más quisiera…) bajo la punta de la pluma también son humanos (o así lo pretendo) y deben llevarse algo a la boca de vez en cuando. Trasegar espumosa y tintos le da a los personajes un aura fanfarrona y varonil, pero quedaría ridícula y vacuamente recurrente si no les diese algo con que pasarlo.

 

Por lo general, y me atrevería a decir que (literariamente hablando) hasta hace muy poco, la comida no ha gozado nunca de un especial protagonismo en una historia. Tampoco clamo por hacer de una novela un libro de cocina, y pienso que la comida no debería hacer su aparición más que puntualmente y más como telón de fondo y ornamento que como una suerte de leitmotiv que no tendría ningún sentido, pero sin embargo es curioso observar como a un acto tan cotidiano se le da tan poquísima importancia o se obvia directamente. No quiero decir con ello que la comida no tenga su lugar en la literatura, si bien necesita casi siempre un motivo para salir a escena. Dos personajes no suelen seguir una discusión en un restaurante, ni uno de ellos se va a poner a cocinar de repente si precisamente el encontrarse en un restaurante o cocinar no significan nada y no aportan nada a la historia. La acción no se sitúa en un banquete, o en una taberna, o en una orilla del camino en que detenerse y yantar si con ello el autor no busca decir nada ni plantear un escenario justificado. Lo mismo sucede con los alimentos. Rara vez la aparición o descripción de estos es baladí. Siempre esconden una justificación, un significado o a lo sumo un guiño pretendido por el autor. Me atrevería a decir que casi nunca en una novela aparece la comida como algo banal y puramente decorativo, como algo tan habitual y cotidiano como salir a una calle en pleno Medievo y andarse con ojo para que no le llueva o pise uno algo desagradable y de cuyo olor le será difícil deshacerse. Pienso en ejemplos como los recurrentes momentos culinarios del señor Tolkien (buscando con ello identificar su Tierra Media y habitantes con la gastronomía de una campiña británica preindustrial) o el enriquecedor interés del señor Benacquista por la pasta y la comida italiana en general (buscando de nuevo algo con ello, que es utilizar la cocina y la comida como catalizador de la nostalgia de los personajes). 

 

Por mi parte, y no sólo porque busque entre otras cosas con esta novela y su predecesora ilustrar la realidad del mundo del Medievo, gusto de ser pródigo en momentos gastronómicos. Me parece (o eso quiero imaginar) que le dan un leve barniz de realidad a la historia, un matiz de realidad, como alejando a castillos, damas y torneos de la más ortodoxa fantasía y acercándolos algo más a la realidad histórica que se pretende imitar y (¿por qué no?) divulgar. Me viene a la mente, por ejemplo, el caso del señor George Lucas cuando en su arriesgado Episodio IV de su saga espacial decidió cubrirlo todo de mugre y polvo, dándole a la escena precisamente un barniz de realidad, de cotidiano, de «usado» en palabras de los críticos de la época, lo cual confesaron que ayudaba al espectador a introducirse más en la historia a pesar de que aquel estilo mugriento chocaba directamente con la más rancia escuela de la Ciencia-Ficción en que todo eran naves y androides impolutos y pulidos.    


Así, cuando la ocasión se presenta (y en una novela en que los protagonistas están casi permanentemente de viaje lo hace muy a menudo) reúno a Galván y compañía en torno a una mesa o a una hoguera y les hago mover un poco el bigote. Y es entonces cuando surge un súbito problema en el que el trabajo de investigación poco o nada ayuda: ¿qué comer? Tal y como aparecía en el pasado artículo lo que sabemos sobre la mesa y la cocina medievales no es poco y hay abundante material sobre los ingredientes, la preparación, el consumo y hasta las normas de las comidas, pero por desgracia el homo medievalis pese a ser un ser que peregrina a menudo no es un auténtico viator en sí, por lo que viaja a menudo, pero con el inicio, el destino y la ruta bien claros. ¿Y en qué atañe esto al comer? Muy sencillo. En que el hombre medieval se desplaza por su geografía, pero a menos que se vea obligado a ello (en ese sentido, las cosas no han cambiado desde la Edad Antigua) nunca pernoctará al raso si puede hacerlo bajo techo. Es decir, si puede, comerá en una mesa y de un puchero (como es normal). Esto nos conduce a un problema, y es que precisamente es en la novela de aventuras donde los personajes se alejan más de los caminos trillados en que abunden posadas. Esto es, cuando de encender una hoguera y preparar la pitanza se trata, hay muy poca base histórica e incluso literaria (alguna excepción hay, por supuesto, pero aun así) en la que apoyarse.

 

Pueden resultar de ayuda los recetarios medievales, mediante la búsqueda de recetas y consejos sencillos que pudiesen pasar por passe-partout y lo mismo aparezcan en la mesa de una posada que una escudilla de campamento, pero lo cierto es que la inmensa mayoría pertenecen al ámbito de los grandes fastos de las mesas nobles, con extravagantes interiores e innumerables condimentos y fantasías. Así, sólo queda echar mano de dos cosas: por un lado la imaginación (buscar con lógica qué puede encontrarse de comer en una dehesa, por ejemplo, y elaborar la comida a partir de eso) y por otro la comida tradicional, considerando que salvo por los ingredientes (los productos que más tarde llegarían de América o los manufacturados) aquélla no ha evolucionado demasiado desde el período medieval hasta el siglo XX. Los platos de legumbres, los embutidos, la caza, los caldos y demás siguen siendo, en esencia, los mismos.

 

De este modo, más o menos, se va trampeando el problema, y ejemplo de ello en esta novela en cuestión son las habas con tocino cocinadas en el prólogo, los patos asados que cazan y devoran los protagonistas en su paso por un bosque, o los lucios con cebollas silvestres con los que se abre el capítulo XX. Aunque, por supuesto, también queda espacio para la cocina más «típicamente medieval» esto es la de recetarios históricos, y así la careta de cerdo frita con miel y uvas resulta ser la especialidad de una posada o la cabeza de oso con halcón asado se convierte en el excéntrico plato principal de un banquete ducal al que nuestros protagonistas se ven algo forzados a acudir. Pero todo esto, con sus sabores y aromas barnizando la historia, habrá que descubrirlo en la propia novela.

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