Así decía Homer Simpson en un memorable capítulo de la serie, y es cierto que pocas imágenes se asocian más con el hombre medieval (justas y monasterios aparte) que el de la buena mesa. Sin embargo nada más lejos de la realidad, ya que prácticamente nadie en aquel tiempo disfrutaba de lo que hoy llamaríamos una «alimentación saludable», la mayoría ni siquiera gozaban de una alimentación suficiente y al resto, faltando unos cuantos siglos para que alguien se preocupara por el concepto (en tiempos de mayor bonanza), ni siquiera les sonaba aquello de una «comida equilibrada». No obstante tampoco habría que generalizar, ya que poco tenía que ver la mesa de un jarl nórdico con la de un califa, si bien ambos comían y bebían lo mejor de cada tierra, y de igual modo la situación climática, política o social de cada época y lugar dictaban férreamente lo que se servía (si es que había algo que servir) en la mesa del campesino, del burgués, del caballero o del abad.
Sin querer extenderme demasiado (que tampoco es el objeto de este artículo ni del blog) si mencionaré algunos puntos interesantes sobre la mesa en la Edad Media en Occidente. El primero es el modo en que la sociedad regía (como en general lo regía todo) la extracción, preparación y el consumo de los alimentos. Estaba por un lado la diferenciación evidente y estanca entre las distintas clases sociales (entre la casi omnipresente carne de la mesa noble, la recurrente sopa con pan de la campesina y la variedad ostentosa de la burguesa) y por otro las normas religiosas (que prohibían el consumo de ciertos alimentos permanentemente o durante ciertas épocas (por ejemplo durante la Cuaresma) y los preceptos médicos (que comenzaban, en su interés por discernir los alimentos sanos y los saludables del resto para utilizarlos en los tratamientos, a asentar las bases de una buena alimentación).
Otro punto interesante es el de la distribución de las comidas. Hoy en día nos regimos según la base de tres comidas diarias: desayuno, almuerzo (o comida) y cena, si bien, cual voraces hobbits, aceptamos innumerables variantes y combinaciones (segundos desayunos, pausas para café, aperitivos, onces, doces, bocadillos, meriendas, bocadillo de media mañana o de medianoche…). En la época que ocupa a este blog la regla establecida era de dos comidas: almuerzo (hacia el mediodía) y una especie de merienda ligera que se tomaba ya a última hora, cerca de la puesta de sol; y del mismo modo que hacemos hoy las variantes y combinaciones eran infinitas: desayuno (del que no solían privarse todos aquellos que madrugaban para trabajar), cena (siempre ostentatoria y a menudo con carácter festivo, de modo que no todo el mundo podía permitírsela), descansos (lo de las pausas para el café no es ni de lejos feudo de nuestro tiempo) y toda clase de aperitivos y comidas intermedias destinadas a celebrar, agasajar o por simple capricho.
Un punto curioso es el de la cubertería y la vajilla, precisamente por ser casi inexistentes. La cubertería solía componerse únicamente de cuchara, a la que se le añadía el puñal (el de cada uno, normalmente, o uno pasado de mano en mano) en caso de platos de carne o difíciles de trocear (que no de arrancar) y en cuanto a la vajilla solía bastar con un plato o cuenco (donde lo había, y si no todos comían de las mismas fuentes y cacerolas o directamente vaciando la carcasa del pan duro) y una copa (que también solía compartirse y era motivo de distinción social beber de la misma que alguien de rango superior). No fue hasta bien entrado y acabado el XIV cuando comenzó a popularizarse algo que hoy consideramos tan banal como el tenedor (y no entre todas las clases sociales, por supuesto), el cual comenzó a hacer su tímida aparición en Italia (donde, y no es broma, solía usarse sobre todo para la pasta) y una de cuyas primeras referencias data del Siglo XI, en Venecia, con el «incidente» provocado por la princesa bizantina Theodora Doukaina al comer en la mesa del dogo usando tan estrafalario utensilio. Sobre servilletas y demás elementos de higiene hay muy poco que decir: bien valían mangas, manteles, faldones, cabellos, barbas, greñas de perros y gatos y hasta ropas de sirvientes. Si bien solía ser costumbre en las grandes ocasiones repartir aguamaniles y palanganas con agua y toallas para que cada uno pudiera lavarse los dedos y la boca entre plato y plato o al final de las comidas. Una última curiosidad es que por lo general, y si la ocasión lo permitía, en las clases altas hombres y mujeres solían comer aparte, precisamente para no tener que observar el común decoro que solía exigirse a los de su clase a la hora de comer (sin casi cubiertos, sin servilletas y compartiendo vajilla, se entiende).
Tras haber hablado del cómo y del cuándo, llega el momento de hablar del qué, esto es de los ingredientes que llegaban a las mesas del Medievo. La base sin duda era, como en todas las civilizaciones humanas, el pan, que estaba presente en todas las comidas y en todas las mesas en todos los días del año. La diversidad de los cereales empleados para la harina (se usaban los que eran más abundantes en cada zona, en realidad, aunque lo que más solía abundar casi en todo Occidente era el trigo) nos ha legado una tremenda variedad de panes en la actualidad (basta con llegarse a cualquier panadería del centro o del norte de Europa y comprobarlo). En cuanto a las frutas y a las legumbres, hortalizas y verduras se diferencian unas de otras durante este periodo por hallarse en extremos opuestos de la consideración social. Mientras que las segundas eran res omnium y a ellas podía acceder cualquiera, las primeras eran relativamente más raras (que no inaccesibles) por necesitar de un cultivo más especializado, si bien algunas como las manzanas o las moras (que podían encontrarse salvajes) eran bastante fáciles de conseguir. Llegando a la carne y al pescado, reyes indiscutibles de la mesa del Medievo, sólo cabe decir tres cosas: se comía de todo, de cualquier forma imaginable, y no se desaprovechaba nada. Ahora sírvase imaginar el lector cuanto quiera, desde terneros, cerdos y ovejas, pasando por ciervos enteros, cabezas de jabalíes, corzos y rebecos, por cigüeñas, polluelos de de todo tipo en pasteles y tartas, cisnes y pavos reales, hasta lampreas, truchas, tiburones, delfines y por supuesto toda clase de moluscos. Sobre esto hay innumerables curiosidades en las que no me extenderé, pero sirvan como muestra que la consumición de carne de cisne era sobre todo ostentatoria, ya que pese a su precio se decía que creaba atontamiento permanente a los comensales, o que la carne de castor era considerada como pescado (no en vano es un animal acuático) y así se permitía que fuera consumida durante la Cuaresma.
Finalmente tenemos los condimentos, y hablando de Edad Media éstos no pueden ser sino las especias, siguiendo la tradición de los últimos siglos del Imperio Romano y aprovechando la relativa cercanía de Oriente y el eje comercial con éste que representaba el accesible Mediterráneo. En su mayor parte el precio de las especias era prohibitivo (casi el cien por cien era producto importado), si bien llegaron a gozar de una cierta popularidad teniendo en cuenta que eran lo único con lo que podían sazonarse los platos, y así palabras como pimienta, canela, comino, jengibre y clavo entraron en el vocabulario más o menos común pese a su exclusividad. No obstante, siempre quedaban sazonadores más «baratos» (para muchos todavía un pequeño lujo) y populares como la sal, el vinagre, la miel, la leche (animal o de almendras) e incluso el azúcar (aún algo raro en aquella época).
Y ahora, por supuesto, hermano del comercio es el bebercio, de modo que vamos con la bebida. Aquí podemos hablar de cuatro tipos que, más o menos venían existiendo desde la Edad Antigua y que también más o menos subsisten hasta nuestros días. El primero, claro, es el agua. Siempre apetece beber agua, que diría Reinaldo de Châtillon (o eso dice Ridley Scott…), y sin embargo no hay mayor anacronismo que éste. ¿Que acaso los hombres del Medievo no bebían agua? Claro que sí, y en grandes cantidades, igual que en la época actual, pero preferían evitar beberla siempre que les era posible. ¿La razón? La primera, la dudosa pureza de un agua que salvo en el caso de los ríos caudalosos dejaba mucho que desear en cuestiones de salubridad y la segunda la mala fama que por ello tenía. Así la sociedad en general y más específicamente la peregrina comunidad médica la desaconsejaban frente al caldo de los caldos: el vino. Éste ha gozado desde muy antiguo del prestigio más elevado entre las bebidas y así se recoge hasta en las más antiguas leyendas. Por supuesto, llegado el Medievo, su buena fama no podía sino acrecentarse y además de ser recomendado por sus propiedades digestivas y porque «aclaraba el humor» (¿quién lo duda?) por la distinción social que confería el poder beber un buen vino. Dada la abundancia de vides en gran parte de Europa (recordemos que durante una parte importante del Medievo el clima era más cálido que el actual) se encontraba en cualquier taberna y posada, pero beber un vino «sin bautizar» y de buena calidad estaba sólo al alcance de los más adinerados. No obstante era una de las bebidas más populares y a su alrededor se desarrolló toda una industria gremial que hizo no pocas fortunas y renombres que subsisten hasta el día de hoy.
El tercer tipo era, no cuesta nada adivinarlo, la cerveza, más propia de países fríos y a la que costó más desarrollarse sobre todo debido a los problemas que planteaba su conservación durante largos periodos de tiempo, lo que obligaba a beberla casi «recién hecha», mucho más turbia de lo que estamos acostumbrados ahora y con una graduación bastante inferior (lo digo por si a alguno le da por emular a algún héroe sajón y pimplarse un barril entero). Finalmente el cuarto tipo lo componen toda una gama de bebidas espirituosas destiladas de prácticamente todo lo que el hombre ha podido destilar y las variantes del vino. Así encontramos el popular hidromiel, el hipocrás, la sidra, la perada y un sinfín de orujos y licores locales que dieron origen a más de un alcohol actual.
Ya véis, una vez más el artículo se me ha ido de las manos y me veo obligado a dejarlo aquí para que resulte digerible (y nunca mejor dicho). Dentro de unos días la segunda parte con el por qué literario de este repentino interés gastronómico y si se tercia alguna receta curiosa por si alguien se anima. De momento, ¡salud y buen provecho!
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