No ha mucho (este último fin de semana, sin ir más lejos) le di una nueva oportunidad a la saga cinematográfica de «Los Juegos del Hambre» cuyas homónimas novelas, por cierto, sigo sin haber siquiera hojeado (tengo lecturas más apremiantes y tentadoras en mente, como por ejemplo la última traducida –por qué tendrá que ser tan enrevesado el polaco…– del señor Sapkoswki, de jugoso título «Víbora»). El caso es que ya se habló en este blog de la citada saga (en este artículo de imprevista y excelente acogida, por cierto) en relación a lo que yo denomino «chirridos narrativos».
En esta entrega la estridencia de estos chirridos resulta mucho menos molesta, pero haberlos haylos, como as meigas, hasta el punto que sin resultar risible se hace demasiado patente en más de una ocasión y traiciona (por aquello de querer dejar sibilinamente pistas de la trama) unas cuantas sorpresas que, al llegar, dejan al espectador indiferente de tan evidentes que resultaban al haber forzado tanto las situaciones y diálogos. La gracia estaba, opino, en no colar con calzador más de un fragmento (cualquiera de los diálogos empalagosos y trillados previos a cualquiera de los giros «imprevistos» lo ilustra muy bien) o en hacerlo para buscar una situación que realmente sea difícil de ver venir. Sirva de ejemplo uno de los guiños finales de la adaptación al cine de la novela corta (novella, que dicen allí) de Stephen King «La Niebla» en que el personaje que la mala fe del espectador/lector da por muerto el primero es el único que se salva.
Tras esta seudo crítica gratuita de las últimas horas de mi fin de semana, paso a cosas más serias o que al menos tengan más que ver con este blog. Empecemos, como ya es costumbre, por hacer balance del paso a limpio de la segunda novela, que ya está inmerso en pleno capítulo XVIII tras el dédalo político-económico del XVII. Ya está todo más que encauzado hacia la parte final que es, admitámoslo, donde se encuentra el jugoso corazón de la narración, el que ya se esperaba desde capítulos atrás y que tan buen sabor de boca (espero) deje al lector hasta el desenlace. Ya se han caído todas las máscaras y se han dicho casi todas las palabras por decir por lo que ya, haciendo un símil esgrimístico a la par que literario, no queda sino batirse. Ya he logrado compaginar mis obligaciones laborales con las literarias de manera bastante satisfactoria y avanzar a muy buen ritmo, cosa que una vez instalado en mi domus nova me permitirá acabar (por fin y de una maldita vez por todas) con la novela y ponerla a disposición de potenciales –y esperemos numerosos– lectores.
Ahora, en cuanto a la idea lanzada en la última entrada de utilizar por una vez esta arqueta de sastre como reflejo de su símil en papel, me he animado a concretizarlo y he aquí unas cuantas imágenes curiosas de anotaciones, dibujos, esquemas y demás sacados de mis libretas de apuntes, infatigables y esenciales escuderos del manuscrito de la novela y, por qué no decirlo, única solución efectiva para mi cada vez más grave falta de memoria o falta de espacio para gestionar tantas cosas a la vez. Ahí van:
Para acabar no me gustaría despedirme hasta al menos el solsticio de invierno (el tiempo que me deja la dura labor, sed labor) sin informar de una exposición de ropajes medievales (concretamente los de la no desdeñable serie de «Isabel») muy prometedora que se presenta en el Museo del Traje de Madrid hasta el 8 de diciembre de 2013. Un servidor espera no perdérsela y alguna foto caerá hasta aquí, por aquello de poder ver en realidad la pinta que tienen una cotardía, un gambesón o una jaqueta a la borgoñona sin necesidad de recurrir a restos (por llamarlos de alguna manera) de tejidos, a fotos de reproducciones o a miniaturas y dibujos de la época. Algún día, por cierto, al igual que ocurre con las armas, debería dedicarle una entrada a la indumentaria del Medioevo, por aquello de que el lector tenga alguna referencia rápida antes de perderse en una maraña de suposiciones y falsos sobreentendidos. Apuntado queda.