lunes, 18 de marzo de 2013

DESCRIPTIO PERSONARUM, PER ASPERA

Acabado el primer cuaderno de los siete de que se compone el manuscrito de la novela, y por lo tanto los primeros capítulos de presentación, me he visto más de una vez enfrentado a algo que parecía totalmente resuelto y que sin embargo ha sido una de las causas del bochornoso retraso que llevo en este paso a limpio: las descripciones.
 
 

Siempre recordaré que una de las cosas que más me obsesionaban cuando era mucho más joven y empecé en esto de la escritura era la descripción de lugares y personajes. Cómo transmitírselos al lector, cómo instalarlos en su cabeza y que resultaran tan vívidos (con la mitad también me habría conformado) como en la de un humilde servidor. La primera y sucia artimaña de la que uno echa mano es, por supuesto, la de la descripción desmedida y extremadamente minuciosa, tan detallada y pormenorizada que resulta atrofiante y tediosa plantada en medio de un párrafo y retrasando casi gratuitamente la acción. Después, con una simple relectura, se da uno cuenta del peso que le quita de encima al lector y cómo fluye mucho mejor la narración acortando –o directamente eliminando– tales descripciones.

 

¿Pero dónde queda entonces ese primer impulso que surge, en la primera redacción, al presentar y describir a los personajes? Lo cierto es que no llega a desaparecer del todo, y puesto que el autor tiene perfectamente formada en la cabeza una imagen mental de cada personaje (hasta de cómo arquea los labios, como mira de reojo o la puntada mal dada de la camisa que lleva…) en principio se tiende a pensar que el lector se formará una, si no igual, al menos consecuentemente parecida por lo que esa obsesión de narrador casi desaparece. No obstante, cuando uno se pone a examinar las descripciones que hizo de los personajes por lo menudo, le entra el reconcomio al pensar a qué imágenes mentales llegará el lector con los pocos (o nulos) detalles que le ha ofrecido realmente. Esto, por supuesto, se va diluyendo con el paso de los años y las páginas, y de aquel casi angustiado narrador novel que pertrechaba a sus personajes (que lo mismo no duraban más allá de un capítulo, o quizá menos) con una descripción de media página se convierte uno en un narrador más cómplice, más comprensivo para con el lector. Más refinado, incluso, al comprender tras sopesar una primera obra y examinar el trabajo de otros que un par de detalles pueden ser más que suficientes y, paradójicamente, que la ausencia total de descripciones puede resultar, a la larga, mucho más descriptiva.

 

Tras pasar por los dedos de uno los hilos de decenas y centenares de personajes (en la novela en que ando trabajando ahora me salen ciento veinte en un recuento rápido) se da cuenta de hasta qué punto resulta desconsiderado e injusto de cara al lector no sólo imponerle estas fastidiosas e inoperativas descripciones, sino también en muchos casos imponerle un personaje cuyas características estén ya cerradas y sean inamovibles. Como decía hace unas líneas, trabaja mucho mejor la imagen mental de un personaje si cada lector se constituye aquella con la que se sienta más cómodo y le sea más fácil de recordar; aquella que en cierto modo le sirva de familiar y agradable llave de la narración. Es decir, cerrar descriptivamente un personaje es aliñar una ensalada al gusto del único que no tiene que probarla, lo cual redunda –siempre según mi opinión– en abuso del pacto autor/lector y en la mayor posibilidad de que este último pierda el interés.

 

Tal cosa se produce no obstante de manera intrínseca en otras modalidades narrativas como pueden ser el cine o el cómic (no hablaré del teatro, pues las dramatis personae de este género se mueven por derroteros demasiado distintos), en que la descripción viene necesaria y automáticamente impuesta. La imagen reflejada en la página dibujada en la pantalla es la única que el lector/espectador puede tener, y difícilmente podrá imaginar a esos personajes con otro rostro u otras maneras que las que se le presentan. ¿Resulta esto un abuso del pacto, como decía antes? Por supuesto que no, pero no deja de resultar ilustrativo de lo que pretendía decir el hecho de que si un actor o un personaje dibujado no cala de primeras en el lector recibe una tara de la que le será imposible librarse, pese a que esto se produce en contadísimas excepciones por lo inconsciente de esta imposición. Sirvan de ejemplo las adaptaciones literarias que desde siempre ha venido realizando el séptimo arte. En mi caso el siempre severo Achab en el puente de su Pequod siempre será Gregory Peck, el indomable Alex de «La Naranja Mecánica» un Malcolm McDowell de mirada artera, al ambiguo Orlando de Virginia Woolf no sabría ponerle otro rostro que el de Tilda Swinton, al obsesivo Ian Malcolm de Crichton el de Jeff Goldblum, o al hasta la saciedad retratado e interpretado Arturo Pendragón otro que el de Nigel Terry. Estas imágenes de los personajes son inamovibles dentro de sus obras, pero la aceptación por parte del lector/espectador es tan tácita e inconsciente y, sobre todo, el ritmo de la narración tan sumamente más rápido que la imagen no resulta nunca molesta por el hecho de estar cerrada.

 

Así, si al narrador literario le gustaría a menudo (que no siempre) contar con esta facilidad de plasmar la imagen de un personaje, pues qué duda cabe de que la literatura, en el fondo, no es más que el arte de la traslación de ideas e imágenes, las particularidades de su medio le imponen la descripción, que ha de dominar por completo, ya sea para describir o para todo lo contrario. Se trata de algo mucho más artesano y sibilino, más artístico en cierto modo, y, por qué no decirlo, mucho más curioso. He realizado el experimento alguna vez y siempre resulta interesante ver cómo el pequeño germen de un personaje, cuya descripción a veces no vas más allá de su nombre o su oficio, acaba convirtiéndose en una inconsciente y pormenorizada imagen mental dentro de la cabeza del lector. Una imagen que, sin saberlo, él mismo ha creado y que resulta ser un inmejorable vehículo en su veloz paso narrativo por la obra.

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