Con los últimos coletazos del capítulo XI empiezo ya a darme cuenta del volumen de necesario lastre que implica la limpieza de un manuscrito en aras de presentar una obra de la mejor manera posible, esto es su desbaste, que convierte la asilvestrada primera redacción en novela digna de leerse (o de intentarlo, al menos). Ese proceso que no es otro que el de empezar a desechar todos aquellos fragmentos, comentarios, personajes, hilos e incluso capítulos que, teniendo ya el autor en las manos un croquis más elaborado de lo que supone la novela en su conjunto, se da cuenta de que no tienen cabida en la misma.
¿Las razones para ello? Las más diversas. Para empezar, simplemente, la continuidad de la narración, y es que a menudo un fragmento está incluido demasiado pronto, revela ciertas cosas antes de lo previsto o, extendiendo el término «continuidad» a una esfera más amplia, no resulta lógico lo que ocurre en tal o cual momento si después ha de ocurrir esto o aquello. Del mismo modo, si por ejemplo dos personajes no van a tener una relevancia especial en el arco argumental de la novela de nada sirve darles un calado previo, o una presentación más que extensa y forzada. Y lo mismo sucede en el caso contrario (el cual, personalmente encuentro siempre ridículo y falto de imaginación, a menos que se busque algo de surrealismo) que es el del recurso deus ex machina o, lo que es lo mismo, cuando un elemento externo y por completo ajeno a la historia hasta el momento aparece de la nada y resuelve una situación o la trama completa sin más. Bien está guardarse sorpresas para el final, que llegue de pronto la caballería o que el villano se tuerza un pie en pleno combate y el héroe lo finiquite, pero tampoco hay que abusar. Engañar al lector no quiere decir tomarlo por tonto.
Otras razones menos poderosas pero igualmente válidas para realizar este desbaste son la saturación de la narración, cuando desde la perspectiva del lector la trama se dispersa tanto o se estanca hasta tal punto que no sólo resulta confusa (de nuevo, siempre y cuando ése no sea el efecto buscado) sino que se vuelve también incómoda, animando a cada página al lector a dejar de lado esa lectura para dedicarse a otra más agradable. Cabe destacar también la impresión de repetición de fragmentos, que si bien a menudo suele pasar desapercibida tanto para el autor como para el lector a pequeña escala, se vuelve insufrible cuando a uno le da la impresión de que, si bien la historia avanza, lo hace siempre de la misma manera y siguiendo los mismos mecanismos, como si simplemente subiera los peldaños idénticos de una escalera. De manera distinta, aunque no mejor, actúa la impresión (igualmente espantosa a gran escala) de volver constantemente sobre los mismos conceptos o valores. Cuidado: no me estoy refiriéndome aquí al leitmotiv de una obra, que amén de respetable puede resultar beneficioso e incluso imprescindible para la narración, sino a la excesiva focalización sobre un tema que a cualquier lector mínimamente avezado le quedó resuelto desde el principio (que su visión de la Iglesia de hace setecientos años es la una institución opresora, manipuladora y deleznable ya me quedó claro doscientas páginas atrás, oiga. Ahora, se lo ruego, cuénteme usted una historia o dedíquese a escribir ensayos).
Finalmente encontramos las dos causas más comunes que justifican un desbaste, que son la de la ligereza de estilo o «saneamiento de renglones» y la elección de tal o cual estilo para la obra. La primera se refiere sin más a un desbaste casi de manual, acortando conceptos, reduciendo explicaciones y presentaciones hasta resultar funcionales sin necesidad de apabullar…, esto es separar paja del grano y servírsela al lector en las proporciones adecuadas y de manera que le resulte apetecible. El grano gusta pero sin paja se queda soso, y si la paja nunca desentona demasiada atraganta. En cuanto a la elección de un estilo me refiero a la homogeneización del tipo de estilo y narración de una obra, la cual siempre se va forjando a medida que se elabora el primer manuscrito, y donde se comenzó con un tono se decidió acabar con otro, donde se soltaban tacos igual ya no los hay (o hay el doble) y donde en un fragmento se utilizaba un dejo de misterio, al releerlo resulta tan incoherente que los propios renglones piden a gritos incluso una reescritura.
Una última causa son los llamados renuncios, que son todos aquellos fragmentos o pasajes que si bien el autor puso ilusión en ellos los incluyó para desarrollar ciertas ideas precisas o por gusto de una situación concreta, pero que al verlos insertados en el conjunto de la obra encajan tan mal y de manera tan poco lógica que acaban siendo sacrificados en una primera relectura. Pues no hay que olvidar (y esto es aplicable a todas las causas de desbaste) que durante una primera redacción el autor sólo tiene unos pocos puntos de referencia en el camino que tiene por delante, y si bien se ha establecido una ruta la mayor parte de sus pasos ha de improvisarlos en cierto modo y ya se sabe que la improvisación, como dicen los actores, es un diez por ciento de brillante genio ante un noventa por ciento de oscura y absurda locura (no literalmente, pero con la misma intención).
En previsión del capítulo XII, habrá que seguir dejando fuera la piedra de amolar y tener afilada el hacha para el desbaste. De momento aprovecho para contradecirme a mí mismo y romper la continuidad de la entrada metiendo sin más una autopromoción: «Se agradece a aquéllos a quienes les gustan las entradas que las compartan y difundan lo que puedan, cuesta sólo un par de clics (ahí arriba a la derecha hay un par de vías) y a un servidor le sacáis una sonrisa.»
Muy buena entrada, Pablo. De hecho, es ese saber pulir como un escultor lo que hace de una obra algo interesante. Absolutamente nadie ha escrito un primer borrador que se haya convertido en una obra perfecta. Todas necesitan el paso del tiempo para madurar y ser bien moldeadas.
ResponderEliminarSaludos.