viernes, 21 de diciembre de 2012

SUB TERRA

Llevo ya bastante tiempo sin escribir nada en este blog, lo sé, pero como bachiller perezoso ante el maestro tengo con qué razonarlo. Sencillamente no hay nada que pueda contar sobre cómo avanza la novela ya que ello desvelaría demasiadas pistas sobre el desenlace. Si dijese lo más mínimo sobre aquello en lo que estoy trabajando ahora con Bic y renglones bastaría con sumar dos y dos tras los primeros capítulos para que quien le dé por leérselo más tarde deshaga el nudo y el citado desenlace le resulte hasta fatigoso. Por ello, y pido un justificado perdón, voy a guardarme de momento unos cuantos secretos, por aquello de conseguir algún que otro futuro lector.

 

Sí puedo avanzar, sin embargo, un par de cosas. La primera es que el antepenúltimo capítulo XXIII ha pasado en un vendaval visto y no visto de menos de quince días y que la cadencia de trabajo ha llegado casi a duplicarse, por lo que el capítulo XXIV (que es el que ando ahora metido) no debería llegar a Reyes sin acabar y la obra estaría lista para ser pasada a máquina para febrero (musas y suerte mediante, todo sea dicho). La segunda es que, en vista de la infructífera brega con mi editor y que la posible publicación de la primera parte se está retrasando ad aeternum (por motivos económicos, tampoco es mala fe del editor) y movido por las arengas de varios amigos (que entre otras cosas son lectores) estoy considerando la idea de traducir la obra al francés e intentar venderla allende los Pirineos, donde el mercado, si bien no está mucho mejor que éste, sí es tremendamente más amplio y concienciado, no siendo tan difícil «meter la cabeza» aunque sí (más que en España, opino) mantenerla sin que a uno se la corten. 

 

También puedo hablar, sin riesgo de contar más de la cuenta, de por dónde se mueven ahora Galván et consortes, ya que se trata de un escenario que se repite (no muy a menudo y nunca el mismo, es cierto, pero aun así) varias veces a lo largo de la novela y que resulta no menos recurrente en el escenario general de las novelas de aventuras. Esto es bajo tierra. 

 

No hace falta más que coger media docena de novelas del género y comprobar que tarde o temprano los personajes del género de aventuras o del fantástico (arañando también sin problemas la ciencia-ficción) siempre acabarán en una caverna o cueva, o atravesando unos túneles o yendo bajo tierra en busca de algo. Desde el recientemente cinematográfico El Hobbit, en que los protagonistas se meten no una ni dos sino hasta cinco veces bajo tierra en una novela de apenas trescientas páginas, hasta la bien llamada Viaje al centro de la Tierra, sin olvidar a Kvothes, Harolds, Geralts, casi cualquier personaje de Lovecraft y por supuesto algún que otro Stark y no tan Stark (y no digo más, que hay gente que después se me echa al cuello por reventar finales). En cuanto al mundo estrictamente medieval es cierto que, siendo una hipérbole del simbolismo, el acceso subterráneo de héroes y protagonistas es más bien escaso por no decir nulo, ya que la mayoría de mitologías europeas lo asocian irremediablemente con un acceso a los Infiernos (pues no sólo la judeocristiana cuenta con un inframundo, no nos vayamos a pensar, dejando en mal lugar a personajillos tan simpáticos como la diosa nórdica Hell), lo cual no era precisamente recomendable en aquel tiempo y lugar aparte de en los relatos moralizantes en que el muerto va al hoyo, pero el alma sube o baja.

 

Parece haber algo legítimamente aventurero en la exploración subterránea, algo que llama a los hombres desde lo más fantasioso y recóndito de la memoria. A pesar de llevar tantos y tantos siglos pululando por el mundo, las secas profundidades del océano de tierra nos siguen maravillando. No en vano se dice que las leyendas comenzaron en las cavernas, y cualquiera que haya estado en una de las magníficas cuevas pintadas que nuestros remotos ancestros nos legaron sabrá de lo que hablo. De ese cosquilleo inquieto y ese latigazo en la espalda preñado de mitos. De hecho, hasta que realmente no llegué a encontrarme bajo tierra (por más que la pintura de las paredes fuese moderna) nunca se me habría ocurrido introducir los túneles y las galerías en esta novela, y nunca habría pretendido meter a Galván y compañía bajo tierra, precisamente por considerarlo terreno ya demasiado arado por el género de las aventuras. Sin embargo caí, y nunca mejor dicho, en el encanto de las profundidades y las mil y una posibilidades que ofrecen a una historia como ésta.

 

En esta segunda novela, la cabeza de Galván acabará con el suelo como techo en tres ocasiones, la última en este capítulo XXIV, y siempre en pos de su larga búsqueda. Diré que sin duda han sido de los pasajes más amenos e interesantes de describir y narrar ya que, como he dicho antes, los referentes literarios son casi infinitos, y con apenas una pincelada el lector es capaz ya de imaginarse y de aventurar qué habrá en las sombras del túnel que no ilumina la antorcha o qué aparecerá tras el próximo recodo. Y así, la siempre buscada quimera de identificar visión de autor y visión de lector se cumple sin problemas en un delicioso entorno lleno de resortes que sazonan con aventura la historia.

 

Mientras vuelvo a colocarme el casco de minero y las botas para seguir con el siguiente párrafo, os deseo una Feliz Navidad. 

miércoles, 28 de noviembre de 2012

PLUMAS, TINTEROS Y BOLÍGRAFOS

Anoche (realmente hace dos semanas, pero he tenido este artículo en conserva), como quien no quiere la cosa, cayó el bolígrafo número catorce o quince en pleno acto de servicio, justo en el momento en que la barbota de un raubritter estaba en la boca del canal de una ballesta, de modo que el rebuscar otro Bic que aún tuviese tinta le dio al caballero de rapiña unos minutos más de vida literaria.

 

Ello me llevó de vuelta a una cuestión que me plantea casi cualquiera que me sorprende en plena faena escritora o que le echa una ojeada al resultado en construcción, y que no es otra que lo que hoy en día llamaríamos el «soporte de redacción». Y es que salvo contadísimas ocasiones –algún microrrelato suelto o cosas parecidas– siempre redacto a mano, esto es escribiendo directamente en un papel. No todos lo entienden, ya que es cierto que a los lectores en general les parece raro que en los tiempos que corren aún se escriba a mano (algo más propio de otras épocas, desde un cautivo Cervantes a un indeciso (basta con ver muchas de sus notas para ver que de cada seis frases tachaba cinco) Maupassant) y que se suele relacionar en la actualidad la figura del escritor con la de un aventurero Hemingway, corriendo de país en país con la Olivetti a cuestas. Y sin embargo, sí, muchos escritores seguimos escribiendo a mano, y si alguna vez me empieza a molestar la muñeca al cabo de dos o tres horas de garabatear, suelo acordarme de las ventajas de este método, y si no de lo que una vez me dijo la madre de un amigo hablando sobre ello y que, traducida, vendría a significar que «sólo un verdadero escritor escribe a mano».  

 

Los que todavía somos aficionados a darle al papel no lo hacemos simplemente por emular románticamente a la imagen que tenemos del escritor (que también, para qué vamos a mentir…) sino por las mencionadas ventajas que este método presenta. Pero evidentemente no habría ventajas sin inconvenientes, y aunque a ratos se equilibran sí que compensa en mi opinión optar por el método tradicional, especialmente cuando se trata de un texto largo y complejo como es una novela. 

 

Las desventajas saltan, creo, a la vista. Por un lado el coste de papel y tinta, que aunque no parezca importante demuestra serlo al cabo del tiempo. Cuando el número de hojas y páginas asciende a unos cuantos cientos y el tiempo se alarga hasta varios años se necesitan buenos cuadernos en que se conserve claro lo escrito, cuadernos que no son precisamente baratos y, me temo, en un país como España (en que se considera delito vender cuadernos sin espiral metálica y sin cuadrículas) cada vez más difíciles de encontrar. También nos encontramos con el problema de la tinta, que aunque tiene una solución más sencilla sigue teniendo un alto coste y de hecho un servidor se ha pasado de la pluma estilográfica al humilde bolígrafo, que estando como está el I.V.A en la papelería no es cuestión de rellenar el cartucho cada docena de páginas. Por otro lado tenemos el problema del espacio, y es que una novela redactada a mano ocupa mucho. Y cuando digo mucho no exagero, que entre libretas (yo me muevo al menos con un par), fotocopias, notas, y los propios cuadernos todo ocupa un volumen importante. Tampoco cabe olvidar la velocidad de redacción, que si bien todos estamos acostumbrados a escribir de vez en cuando a mano también hemos perdido la costumbre de redactar grandes cantidades a fuerza de muñeca y somos tremendamente más rápidos haciéndolo a base de tecla.

 

En cuanto a las ventajas son más sibilinas, pero tan satisfactorias que se imponen sin esfuerzo. Por un lado está el llamado «tacto de la escritura», que no sólo se refiere a la sensación de estar pasando algo directamente de la cabeza de uno al papel y al romanticismo sensorial que conlleva, sino también (aunque para el ojo no entrenado no sea evidente) la manera en que se redactó un párrafo. No es lo mismo una letra sosegada sin tachones que una apretada y nerviosa con correcciones intermitentes. El que ese párrafo escrito pase íntegro a la versión final, se modifique, o directamente se elimine depende no pocas veces de una cosa en apariencia tan trivial como la letra con que está redactado. Tenemos también otro punto muy interesante (en mi opinión el punto clave) y es que todo lo que está escrito se queda escrito, es decir que a menos que se arranque la página, lo que queda tachado sigue quedándose ahí y en el futuro, cuando el manuscrito se pase a limpio, quedan los fragmentos «desechados». Estos, en más ocasiones de las que pueda parecer, vuelven a retomarse, sirven de pie para nuevos fragmentos o aclaraciones o incluso vuelven a incluirse si la continuación de la historia lo permite. En el caso de la redacción informática la tentación de eliminar por completo un fragmento que en ese momento no gusta es tremenda y se hace casi imposible volver a recuperarlo si tiempo después se le encuentra una utilidad. La redacción tradicional a mano permite, igual que con los fragmentos desechados, incluir notas a pie de página o en los márgenes y comentarios sobre las propias frases, cosas, ambas, que la informática imita a la perfección, pero que de nuevo vuelve demasiado tentador borrar en pleno ataque de vanidad artística o en plena crisis de creatividad.

 

Así, y pese a las ventajas que ofrece el escribir a ordenador o a máquina y que no he citado por evidentes (rapidez, comodidad de transporte, edición y almacenamiento…) para proteger al propio texto y al autor de sí mismos (recordemos que la inmensa mayoría de los escritores son (a mí aún me queda, espero, mucho) esquizofrénicos) es mucho más interesante y proporciona una mayor calidad al trabajo la redacción tradicional. 

 

Ah, acabo de encontrar otro bolígrafo. Vuelvo a mis renglones.

lunes, 12 de noviembre de 2012

TRES RECETAS MEDIEVALES

Tal y como prometía dos entradas atrás, dejo aquí un par de recetas de cocina medieval, que he decidido colocar en una entrada aparte para no hacer la anterior demasiado larga. No he tenido ocasión de probarlas (aún), de modo que no puedo hablar bondades de ellas, pero si no consigo que nadie se anime al menos que quede como divulgativa curiosidad. Ambas recetas las he sacado de una revista de original nombre llamada Medieval, la cual sigo desde hace más o menos un año y de la que no recibo ningún dinero por promocionar pero que recomiendo a cualquier amante del período o simplemente de la Historia y en la que (por si algún miembro de su equipo leyera esto) no me importaría nada trabajar como revisor. Incluyo también al final una receta, sacada de aquí y de allá y probada varias veces por un servidor, del conocido hipocrás, una suerte de vino especiado muy popular durante el Medievo y los siglos posteriores.



Y ahora que ya he quedado como un borracho, vamos con las recetas.

GARBANZOS TIERNOS
Recepta LII. Llibre de Sant Soví.
Receta catalano-aragonesa. Siglo XIV-XV. 

 

Ingredientes: 
-Garbanzos tiernos (no secos)
-Leche de almendras
-Dos cebollas
-Perejil
-Albahaca
-Mejorana
-Jengibre
-Agraz
-Aceite de oliva
-Sal
-«Buenas hierbas» (romero, menta, salvia, tomillo…)

Preparación:
Primero se deben lavar bien los garbanzos tiernos. Luego se deben de hervir con la leche de almendras, el aceite y la sal, añadiéndole también un par de cebollas escaldadas previamente. Cuando estén cocidos, se le debe añadir el perejil, la albahaca, la mejorana, el jengibre majado, el agraz y unas «buenas hierbas».

TORTILLA DE NARANJAS
Receta de la Corona de Aragón. Siglo XV.




Ingredientes:
-Huevos
-Naranjas
-(Limón)
-Azúcar o miel
-Aceite de oliva o manteca de cerdo
-Sal

Nota: en la receta original no se incluye el limón, pero teniendo en cuenta que la acidez de las naranjas en la Edad Media era superior al de las actuales (que no saben a nada) conviene potenciar la acidez de aquéllas. Se recomienda también hacer raciones individuales en platos hondos ya que la tortilla no cuajará demasiado.

Preparación:
Para empezar, exprimid las naranjas (y los limones) necesarias. Luego, poned a calentar una paella (sartén) pequeña, preferiblemente de ración individual con un poco de aceite o manteca. Seguidamente, batid los huevos y añadidles el zumo exprimido. Luego añadid el azúcar o miel y la sal al gusto y cocinad la tortilla.

HIPOCRÁS:
Receta propia, compuesta a partir de recetarios medievales y de recetas actuales. 


 

Ingredientes:
-Vino tinto (mitad del total)
-Vino blanco (mitad del total)
-Canela (una cucharada y media pequeña por cada litro de vino)
-Clavo (una cucharada pequeña por cada litro de vino)
-Jengibre en polvo (media cucharada pequeña por cada litro de vino)
-Azúcar (cinco cucharadas soperas por litro)

Nota: la cantidad de especias y azúcar es aproximada, ir probando a medida que se hace y adecuar al gusto de cada uno. El vino que se utilice es, entre comillas, para estropearse, de modo que no interesa que sea demasiado bueno. No es obligatorio usar un vino de cada clase, pero el sabor es mejor. En lugar de colar el hipocrás con una manga puede hacerse con un colador, pero cuidado con los trocitos de clavo que pudieran colarse.

Preparación:
Calentar ambos vinos en una olla grande a fuego lento. Añadir enseguida las especias e ir removiendo cada poco, probándolo al mismo tiempo. Retirar la olla del fuego en cuanto empiece a hervir. Colarlo todo con una manga y dejarlo reposar. Suele servirse tibio, pero está igualmente bueno un poco caliente e incluso frío.   

QUAND JE BOIS DU VIN CLARET... (2)

Hablaba el otro día de comer en la Edad Media, y antes de que el artículo se fuese de las manos pretendía dedicarlo al modo en que se «distribuyen» las comidas dentro de una novela y más concretamente dentro de la que estoy trabajando. Por supuesto no estoy hablando de que los personajes deban alimentarse tres veces al día cada x páginas ni de que estas deban ser comentadas y descritas, pero sí confieso que tengo una especial debilidad por colar a menudo algún que otro momento gastronómico.

 

Comentaba una vez a un amigo, hablando del tema, que curiosamente suelo hacer comer a mis personajes cada vez que yo mismo tengo hambre, como si mi estómago quisiera recordarme sonoramente que esta gente que tengo a mis ordenes (más quisiera…) bajo la punta de la pluma también son humanos (o así lo pretendo) y deben llevarse algo a la boca de vez en cuando. Trasegar espumosa y tintos le da a los personajes un aura fanfarrona y varonil, pero quedaría ridícula y vacuamente recurrente si no les diese algo con que pasarlo.

 

Por lo general, y me atrevería a decir que (literariamente hablando) hasta hace muy poco, la comida no ha gozado nunca de un especial protagonismo en una historia. Tampoco clamo por hacer de una novela un libro de cocina, y pienso que la comida no debería hacer su aparición más que puntualmente y más como telón de fondo y ornamento que como una suerte de leitmotiv que no tendría ningún sentido, pero sin embargo es curioso observar como a un acto tan cotidiano se le da tan poquísima importancia o se obvia directamente. No quiero decir con ello que la comida no tenga su lugar en la literatura, si bien necesita casi siempre un motivo para salir a escena. Dos personajes no suelen seguir una discusión en un restaurante, ni uno de ellos se va a poner a cocinar de repente si precisamente el encontrarse en un restaurante o cocinar no significan nada y no aportan nada a la historia. La acción no se sitúa en un banquete, o en una taberna, o en una orilla del camino en que detenerse y yantar si con ello el autor no busca decir nada ni plantear un escenario justificado. Lo mismo sucede con los alimentos. Rara vez la aparición o descripción de estos es baladí. Siempre esconden una justificación, un significado o a lo sumo un guiño pretendido por el autor. Me atrevería a decir que casi nunca en una novela aparece la comida como algo banal y puramente decorativo, como algo tan habitual y cotidiano como salir a una calle en pleno Medievo y andarse con ojo para que no le llueva o pise uno algo desagradable y de cuyo olor le será difícil deshacerse. Pienso en ejemplos como los recurrentes momentos culinarios del señor Tolkien (buscando con ello identificar su Tierra Media y habitantes con la gastronomía de una campiña británica preindustrial) o el enriquecedor interés del señor Benacquista por la pasta y la comida italiana en general (buscando de nuevo algo con ello, que es utilizar la cocina y la comida como catalizador de la nostalgia de los personajes). 

 

Por mi parte, y no sólo porque busque entre otras cosas con esta novela y su predecesora ilustrar la realidad del mundo del Medievo, gusto de ser pródigo en momentos gastronómicos. Me parece (o eso quiero imaginar) que le dan un leve barniz de realidad a la historia, un matiz de realidad, como alejando a castillos, damas y torneos de la más ortodoxa fantasía y acercándolos algo más a la realidad histórica que se pretende imitar y (¿por qué no?) divulgar. Me viene a la mente, por ejemplo, el caso del señor George Lucas cuando en su arriesgado Episodio IV de su saga espacial decidió cubrirlo todo de mugre y polvo, dándole a la escena precisamente un barniz de realidad, de cotidiano, de «usado» en palabras de los críticos de la época, lo cual confesaron que ayudaba al espectador a introducirse más en la historia a pesar de que aquel estilo mugriento chocaba directamente con la más rancia escuela de la Ciencia-Ficción en que todo eran naves y androides impolutos y pulidos.    


Así, cuando la ocasión se presenta (y en una novela en que los protagonistas están casi permanentemente de viaje lo hace muy a menudo) reúno a Galván y compañía en torno a una mesa o a una hoguera y les hago mover un poco el bigote. Y es entonces cuando surge un súbito problema en el que el trabajo de investigación poco o nada ayuda: ¿qué comer? Tal y como aparecía en el pasado artículo lo que sabemos sobre la mesa y la cocina medievales no es poco y hay abundante material sobre los ingredientes, la preparación, el consumo y hasta las normas de las comidas, pero por desgracia el homo medievalis pese a ser un ser que peregrina a menudo no es un auténtico viator en sí, por lo que viaja a menudo, pero con el inicio, el destino y la ruta bien claros. ¿Y en qué atañe esto al comer? Muy sencillo. En que el hombre medieval se desplaza por su geografía, pero a menos que se vea obligado a ello (en ese sentido, las cosas no han cambiado desde la Edad Antigua) nunca pernoctará al raso si puede hacerlo bajo techo. Es decir, si puede, comerá en una mesa y de un puchero (como es normal). Esto nos conduce a un problema, y es que precisamente es en la novela de aventuras donde los personajes se alejan más de los caminos trillados en que abunden posadas. Esto es, cuando de encender una hoguera y preparar la pitanza se trata, hay muy poca base histórica e incluso literaria (alguna excepción hay, por supuesto, pero aun así) en la que apoyarse.

 

Pueden resultar de ayuda los recetarios medievales, mediante la búsqueda de recetas y consejos sencillos que pudiesen pasar por passe-partout y lo mismo aparezcan en la mesa de una posada que una escudilla de campamento, pero lo cierto es que la inmensa mayoría pertenecen al ámbito de los grandes fastos de las mesas nobles, con extravagantes interiores e innumerables condimentos y fantasías. Así, sólo queda echar mano de dos cosas: por un lado la imaginación (buscar con lógica qué puede encontrarse de comer en una dehesa, por ejemplo, y elaborar la comida a partir de eso) y por otro la comida tradicional, considerando que salvo por los ingredientes (los productos que más tarde llegarían de América o los manufacturados) aquélla no ha evolucionado demasiado desde el período medieval hasta el siglo XX. Los platos de legumbres, los embutidos, la caza, los caldos y demás siguen siendo, en esencia, los mismos.

 

De este modo, más o menos, se va trampeando el problema, y ejemplo de ello en esta novela en cuestión son las habas con tocino cocinadas en el prólogo, los patos asados que cazan y devoran los protagonistas en su paso por un bosque, o los lucios con cebollas silvestres con los que se abre el capítulo XX. Aunque, por supuesto, también queda espacio para la cocina más «típicamente medieval» esto es la de recetarios históricos, y así la careta de cerdo frita con miel y uvas resulta ser la especialidad de una posada o la cabeza de oso con halcón asado se convierte en el excéntrico plato principal de un banquete ducal al que nuestros protagonistas se ven algo forzados a acudir. Pero todo esto, con sus sabores y aromas barnizando la historia, habrá que descubrirlo en la propia novela.

martes, 6 de noviembre de 2012

QUAND JE BOIS DU VIN CLARET...

¡He probado de ocho carnes distintas, soy un auténtico ser del Medievo!

Así decía Homer Simpson en un memorable capítulo de la serie, y es cierto que pocas imágenes se asocian más con el hombre medieval (justas y monasterios aparte) que el de la buena mesa. Sin embargo nada más lejos de la realidad, ya que prácticamente nadie en aquel tiempo disfrutaba de lo que hoy llamaríamos una «alimentación saludable», la mayoría ni siquiera gozaban de una alimentación suficiente y al resto, faltando unos cuantos siglos para que alguien se preocupara por el concepto (en tiempos de mayor bonanza), ni siquiera les sonaba aquello de una «comida equilibrada». No obstante tampoco habría que generalizar, ya que poco tenía que ver la mesa de un jarl nórdico con la de un califa, si bien ambos comían y bebían lo mejor de cada tierra, y de igual modo la situación climática, política o social de cada época y lugar dictaban férreamente lo que se servía (si es que había algo que servir) en la mesa del campesino, del burgués, del caballero o del abad.

 

Sin querer extenderme demasiado (que tampoco es el objeto de este artículo ni del blog) si mencionaré algunos puntos interesantes sobre la mesa en la Edad Media en Occidente. El primero es el modo en que la sociedad regía (como en general lo regía todo) la extracción, preparación y el consumo de los alimentos. Estaba por un lado la diferenciación evidente y estanca entre las distintas clases sociales (entre la casi omnipresente carne de la mesa noble, la recurrente sopa con pan de la campesina y la variedad ostentosa de la burguesa) y por otro las normas religiosas (que prohibían el consumo de ciertos alimentos permanentemente o durante ciertas épocas (por ejemplo durante la Cuaresma) y los preceptos médicos (que comenzaban, en su interés por discernir los alimentos sanos y los saludables del resto para utilizarlos en los tratamientos, a asentar las bases de una buena alimentación).

 

Otro punto interesante es el de la distribución de las comidas. Hoy en día nos regimos según la base de tres comidas diarias: desayuno, almuerzo (o comida) y cena, si bien, cual voraces hobbits, aceptamos innumerables variantes y combinaciones (segundos desayunos, pausas para café, aperitivos, onces, doces, bocadillos, meriendas, bocadillo de media mañana o de medianoche…). En la época que ocupa a este blog la regla establecida era de dos comidas: almuerzo (hacia el mediodía) y una especie de merienda ligera que se tomaba ya a última hora, cerca de la puesta de sol; y del mismo modo que hacemos hoy las variantes y combinaciones eran infinitas: desayuno (del que no solían privarse todos aquellos que madrugaban para trabajar), cena (siempre ostentatoria y a menudo con carácter festivo, de modo que no todo el mundo podía permitírsela), descansos (lo de las pausas para el café no es ni de lejos feudo de nuestro tiempo) y toda clase de aperitivos y comidas intermedias destinadas a celebrar, agasajar o por simple capricho.

 

Un punto curioso es el de la cubertería y la vajilla, precisamente por ser casi inexistentes. La cubertería solía componerse únicamente de cuchara, a la que se le añadía el puñal (el de cada uno, normalmente, o uno pasado de mano en mano) en caso de platos de carne o difíciles de trocear (que no de arrancar) y en cuanto a la vajilla solía bastar con un plato o cuenco (donde lo había, y si no todos comían de las mismas fuentes y cacerolas o directamente vaciando la carcasa del pan duro) y una copa (que también solía compartirse y era motivo de distinción social beber de la misma que alguien de rango superior). No fue hasta bien entrado y acabado el XIV cuando comenzó a popularizarse algo que hoy consideramos tan banal como el tenedor (y no entre todas las clases sociales, por supuesto), el cual comenzó a hacer su tímida aparición en Italia (donde, y no es broma, solía usarse sobre todo para la pasta) y una de cuyas primeras referencias data del Siglo XI, en Venecia, con el «incidente» provocado por la princesa bizantina Theodora Doukaina al comer en la mesa del dogo usando tan estrafalario utensilio. Sobre servilletas y demás elementos de higiene hay muy poco que decir: bien valían mangas, manteles, faldones, cabellos, barbas, greñas de perros y gatos y hasta ropas de sirvientes. Si bien solía ser costumbre en las grandes ocasiones repartir aguamaniles y palanganas con agua y toallas para que cada uno pudiera lavarse los dedos y la boca entre plato y plato o al final de las comidas. Una última curiosidad es que por lo general, y si la ocasión lo permitía, en las clases altas hombres y mujeres solían comer aparte, precisamente para no tener que observar el común decoro que solía exigirse a los de su clase a la hora de comer (sin casi cubiertos, sin servilletas y compartiendo vajilla, se entiende).

 

Tras haber hablado del cómo y del cuándo, llega el momento de hablar del qué, esto es de los ingredientes que llegaban a las mesas del Medievo. La base sin duda era, como en todas las civilizaciones humanas, el pan, que estaba presente en todas las comidas y en todas las mesas en todos los días del año. La diversidad de los cereales empleados para la harina (se usaban los que eran más abundantes en cada zona, en realidad, aunque lo que más solía abundar casi en todo Occidente era el trigo) nos ha legado una tremenda variedad de panes en la actualidad (basta con llegarse a cualquier panadería del centro o del norte de Europa y comprobarlo). En cuanto a las frutas y a las legumbres, hortalizas y verduras se diferencian unas de otras durante este periodo por hallarse en extremos opuestos de la consideración social. Mientras que las segundas eran res omnium y a ellas podía acceder cualquiera, las primeras eran relativamente más raras (que no inaccesibles) por necesitar de un cultivo más especializado, si bien algunas como las manzanas o las moras (que podían encontrarse salvajes) eran bastante fáciles de conseguir. Llegando a la carne y al pescado, reyes indiscutibles de la mesa del Medievo, sólo cabe decir tres cosas: se comía de todo, de cualquier forma imaginable, y no se desaprovechaba nada. Ahora sírvase imaginar el lector cuanto quiera, desde terneros, cerdos y ovejas, pasando por ciervos enteros, cabezas de jabalíes, corzos y rebecos, por cigüeñas, polluelos de de todo tipo en pasteles y tartas, cisnes y pavos reales, hasta lampreas, truchas, tiburones, delfines y por supuesto toda clase de moluscos. Sobre esto hay innumerables curiosidades en las que no me extenderé, pero sirvan como muestra que la consumición de carne de cisne era sobre todo ostentatoria, ya que pese a su precio se decía que creaba atontamiento permanente a los comensales, o que la carne de castor era considerada como pescado (no en vano es un animal acuático) y así se permitía que fuera consumida durante la Cuaresma. 

 

Finalmente tenemos los condimentos, y hablando de Edad Media éstos no pueden ser sino las especias, siguiendo la tradición de los últimos siglos del Imperio Romano y aprovechando la relativa cercanía de Oriente y el eje comercial con éste que representaba el accesible Mediterráneo. En su mayor parte el precio de las especias era prohibitivo (casi el cien por cien era producto importado), si bien llegaron a gozar de una cierta popularidad teniendo en cuenta que eran lo único con lo que podían sazonarse los platos, y así palabras como pimienta, canela, comino, jengibre y clavo entraron en el vocabulario más o menos común pese a su exclusividad. No obstante, siempre quedaban sazonadores más «baratos» (para muchos todavía un pequeño lujo) y populares como la sal, el vinagre, la miel, la leche (animal o de almendras) e incluso el azúcar (aún algo raro en aquella época). 

 

Y ahora, por supuesto, hermano del comercio es el bebercio, de modo que vamos con la bebida. Aquí podemos hablar de cuatro tipos que, más o menos venían existiendo desde la Edad Antigua y que también más o menos subsisten hasta nuestros días. El primero, claro, es el agua. Siempre apetece beber agua, que diría Reinaldo de Châtillon (o eso dice Ridley Scott…), y sin embargo no hay mayor anacronismo que éste. ¿Que acaso los hombres del Medievo no bebían agua? Claro que sí, y en grandes cantidades, igual que en la época actual, pero preferían evitar beberla siempre que les era posible. ¿La razón? La primera, la dudosa pureza de un agua que salvo en el caso de los ríos caudalosos dejaba mucho que desear en cuestiones de salubridad y la segunda la mala fama que por ello tenía. Así la sociedad en general y más específicamente la peregrina comunidad médica la desaconsejaban frente al caldo de los caldos: el vino. Éste ha gozado desde muy antiguo del prestigio más elevado entre las bebidas y así se recoge hasta en las más antiguas leyendas. Por supuesto, llegado el Medievo, su buena fama no podía sino acrecentarse y además de ser recomendado por sus propiedades digestivas y porque «aclaraba el humor» (¿quién lo duda?) por la distinción social que confería el poder beber un buen vino. Dada la abundancia de vides en gran parte de Europa (recordemos que durante una parte importante del Medievo el clima era más cálido que el actual) se encontraba en cualquier taberna y posada, pero beber un vino «sin bautizar» y de buena calidad estaba sólo al alcance de los más adinerados. No obstante era una de las bebidas más populares y a su alrededor se desarrolló toda una industria gremial que hizo no pocas fortunas y renombres que subsisten hasta el día de hoy. 

 

El tercer tipo era, no cuesta nada adivinarlo, la cerveza, más propia de países fríos y a la que costó más desarrollarse sobre todo debido a los problemas que planteaba su conservación durante largos periodos de tiempo, lo que obligaba a beberla casi «recién hecha», mucho más turbia de lo que estamos acostumbrados ahora y con una graduación bastante inferior (lo digo por si a alguno le da por emular a algún héroe sajón y pimplarse un barril entero). Finalmente el cuarto tipo lo componen toda una gama de bebidas espirituosas destiladas de prácticamente todo lo que el hombre ha podido destilar y las variantes del vino. Así encontramos el popular hidromiel, el hipocrás, la sidra, la perada y un sinfín de orujos y licores locales que dieron origen a más de un alcohol actual. 

 

Ya véis, una vez más el artículo se me ha ido de las manos y me veo obligado a dejarlo aquí para que resulte digerible (y nunca mejor dicho). Dentro de unos días la segunda parte con el por qué literario de este repentino interés gastronómico y si se tercia alguna receta curiosa por si alguien se anima. De momento, ¡salud y buen provecho!

domingo, 28 de octubre de 2012

MOUCHOS, CORUXAS, SAPOS E BRUXAS

Llega uno de esos puntos de la novela en que, siguiendo la más folclórica tradición medieval, se abre una portezuela que de común anda cerrada y se cuelan algún que otro monstrum o magus. No en vano, hasta finales del siglo XV, y durante aún un buen puñado de decenios más, las vidas de la gente en cuanto a lo sobrenatural e inexplicable se trataba se hallaban pobladas en casi iguales proporciones por las vírgenes, los santos y la Santísima Trinidad y por los trasgos, los lobisones y los basiliscos. De ello resultaba un pintoresco y riquísimo cóctel del que se nutría la imaginación y el lado irracional de las cabezas de ricos y pobres y que alcanzaba tanto al más beato de los reformistas cristianos como al más supersticioso de los campesinos de algún pazo de los confines de la Finis Terrae. Autores como LeGoff tienen una dilatada e interesantísima literatura sobre el tema (recomiendo muy vivamente Héroes, Maravillas y Leyendas de la Edad Media, o Lo Maravilloso y lo Cotidiano en el Occidente Medieval, los dos de LeGoff) y como bien decía mi maestra introductora en estos literarios lares medievales “tan real era la cuchara de habas que uno se llevaba a la boca como el arcángel San Gabriel o un unicornio”.
 

Esta dialéctica medieval “entre lo milagroso y lo mágico”, entre ese folclore judeocristiano que siempre se asocia con el período y esa mitología de seres extraños que tan a menudo se obvia (como si no abundaran los bestiarios o los ejemplos heráldicos) ha sido retomada no pocas veces en la literatura de los siglos posteriores. No me estoy refiriendo, aunque también, al bestiario mitológico grecorromano del Renacimiento, ni tampoco al picante interés de la Edad Moderna por lo sobrenatural y lo mágico, floreciendo en todo su esplendor durante el período romántico. Me estoy refiriendo al remanente de aquella mezcolanza medieval que resurge en la literatura fantástica más moderna, esto es durante el siglo XX y lo que llevamos de XXI.  


No en vano hasta que a finales de los años 30 en que un señor de Sudáfrica llamado John Ronald Reuel Tolkien publicó una novelita para niños de curioso y anglosajonísimo nombre The Hobbit (a mí personalmente el pronunciarlo me resulta tan bucólico como Cricket o Lincolnshire) , para la mayoría de los europeos los enanos (que no la gente pequeña) eran tenidos por gente aviesa y misteriosa, sacada de los cuentos y las viejas historias, los elfos eran duendecillos de tres palmos que lo mismo se los encontraba uno por el bosque que en una granja robando gallinas (y lo mismo para los trasgos) y lo que se entendía por “orco” tenía mucho más que ver con el inframundo clásico que con unos duendes creciditos que asaltan fortalezas una noche de lluvia.

 

A partir de ahí, en términos literarios, la cosa se desmadra un poco y estos referentes tolkenianos sacados de la mitología nórdica y sajona se imponen como modelos para toda la fantasía posterior. Últimamente esta “mitología fantástica” tras estabilizarse y banalizarse en cierta medida ha dejado abierta la puerta para que todo aquel folclore tradicional (incluso prerromano) que con tanta alegría se paseaba por el Medievo haga de nuevo su aparición. Aunque lo cierto es que en el fondo no había llegado a esfumarse. Incluso hoy ¿qué habitante peninsular no sería capaz de completar la frase “esto es como las meigas…” o quién no ha oído nunca aquello de “en esta casa hay duendes”? Y esta reaparición, cansada ya de los mismos referentes anglosajones casi globalizados (un niño de Tel Aviv describe igual de bien a un Uruk-hai que uno de las Orcadas escocesas), ha echado mano del folclore más o menos local, tanto o más rico y variado que aquél.

 

Por mi parte y, lo reconozco, tremendamente picado por esta reivindicación de la “mitología chica” que descubrí con el siempre venerable señor Sapkowski, me he subido al carro y del mismo modo que él ha rescatado a estriges y rariesposas de las polvorientas historias tradicionales eslavas, yo voy a darles algún que otro párrafo de gloria a la Procesión de Ánimas, a los Malismos , a los Finaos, a la Gent Menuda o a las Bruxas y Fadas Boas de la mano de bestiarios fantásticos oriundos de toda la península; que no sólo las mitologías norteñas, aunque son las más conocidas, parieron trasgos y unicornios.

 

Como ya ocurría en la novela anterior las tales ocasiones no serán legión. En aquella, además del paseo del protagonista por cierto bosque, lo fantástico y lo sobrenatural no aparecían más que medio velados y cada muchas páginas, como por ejemplo a través de la breve intervención de un sapo con bufanda y estoque que Galván no está muy seguro de ver. Por el momento la cosa sólo se ha salido un poquitín de madre durante el capítulo XIX adquiriendo un puntual tinte lovecraftiano (no muy medieval, ya lo sé, pero que el lector comprenda la licencia llegado el momento) pero por lo general todo este universo de lo fantástico y “mágico” se quedará en decorativo (que no superfluo) barniz de la aventura.


Y ahora, mientras escribo estas líneas, voy a echarme un poco de sal por encima de los hombros, no sea que de tanto hablar me aparezca algún demonio y la liemos.
 

domingo, 14 de octubre de 2012

DONDE HAY ARCO NO MANDA BALLESTA

«Seis arcos y un solo tirador –penso Galván–; hasta reduciéndolo a lo más absurdo resultaba descorazonador.» Nuestro protagonista y sus compañeros echan muy en falta, y no por primera vez, a buenos tiradores en el grupo, que en momentos como en el que se encuentran bien podrían sacarles las castañas del fuego. No cuentan sin embargo más que con uno que la historia ha tenido a bien darles, una dama noble muy diestra en colocar sus saetas allí donde coloca el ojo y que, por supuesto, no podía faltar en un buen grupo de aventureros.

 

No es inusual encontrar entre los grupos que aparecen en las novelas de aventuras un arquero o tirador, pero en cualquier caso uno de los miembros suele tener cierta pericia con armas a distancia. Siempre resulta interesante contar con uno de estos individuos por su capacidad para prestar ayuda en numerosas situaciones, ya sea enfrentándose a algún enemigo, cazando, ayudando a tender un puente o a alcanzar algún objeto alejado. Ofrece sobradas razones al autor para incluirlo, pues, por la cantidad de problemas que llega a resolver con un simple –y a veces no tan simple– arco y unas flechas. Desde un primigenio Robert de Locksley a un más que arquetípico Legolas Hojaverde o una más moderna y sapkowskiana Milva (en la imagen superior), las historias de aventuras están repletas de arqueros diestros capaces de echar una mano y unas cuantas saetas a sus compañeros para sacarles de más de un apuro.

Por lo común son personajes con gran experiencia y que ingresan en el grupo con un desarrollo ya más que acabado, con algo de viejos héroes resabiados y que hace de ellos unos personajes «aparte», normalmente algo solitarios y enigmáticos, como si al haber adquirido su excelente destreza (raro es incluir un personaje que se defina como tirador y que no sea capaz al menos de acertarle en un ojo a una ardilla a mil pasos) hubiesen perdido algo de locuacidad y alegría. En la enorme mayoría de los casos, lo que estos tiradores tienen en las manos al disparar suele ser un arco, y muy pocas veces una ballesta u otras armas de proyectiles (sin entrar en las armas de fuego) o arrojadizas, como venablos, jabalinas o azagayas. Y no es casualidad. Un arco siempre resulta mucho más romántico y noble que cualquier otro tipo de arma a distancia, sobre todo teniendo en cuenta la poca nobleza y el poco romanticismo que tiene enfrentarse a un enemigo o resolver un problema “a distancia”.

 

 Si nos remontamos hasta el medievo, como suele ser el caso en este blog y en consonancia con la novela a la que está dedicado, vemos que este respeto hacia el arco como único arma noble fuera del cuerpo a cuerpo resulta una constante casi desde la Edad Antigua. No pocos héroes y dioses grecorromanos contaban entre sus atributos o se servían alguna vez de un arco y unas flechas, desde Apolo o Artemisa hasta Adonis, Paris o Cupido o incluso el propio Ulises, héroe entre los héroes.

 

De manera menos acusada el arco también aparece como arma y símbolo en otras mitologías y en el folclore de los pueblos prerromanos, de los celtas, de los escandinavos y de los pueblos del este europeos. Sumado a este prestigio tradicional y mitológico aparecen también la gran dedicación y la disciplina necesarias para el manejo de un arco, lo cual confiere a este arma su faceta de nobleza. 

No obstante, ya bien enraizado el periodo medieval y con su primera mitad consumida, hacia el siglo X, hizo su aparición un mezquino y oscuro competidor para el noble arco. Me refiero, por supuesto, a la ballesta. En verdad, el arma cuyo nombre acabaría cuajando en castellano como “ballesta” hizo su aparición mucho antes, en la antigua China, entre tres y cinco siglos antes de que naciese el carpintero de Nazaret, pero no alcanzó la popularidad que la Historia le tenía reservada hasta el periodo medieval europeo.

 

En principio este arma resulta una evolución y un perfeccionamiento lógico del arco antiguo original, con un arco que pasa a ser de metal en lugar de madera y una cuerda que puede tensarse hasta alcanzar una potencia mucho mayor que la que se consigue con la fuerza del brazo de un hombre. Tiene además otras ventajas interesantes, como el menor (que no poco) cuidado que requerían las cuerdas, el menor coste de los proyectiles y la facilidad de su manejo. Sencillamente bastaba con saber apuntar y apretar un primitivo gatillo para resultar un arma mortífera, sin la destreza en equilibrio, tensión y puntería que sí requería el arco. Su única flaqueza radicaba en el largo tiempo necesario para cargar un proyectil, algo que decenio tras decenio se trató de resolver con toda suerte de ingenios y que no le privaron por ello a la ballesta de su eficacia. Estos atributos la convirtieron en un anticipo de las armas de fuego que vendrían siglos después y le dieron una popularidad que revolucionó por completo las posibilidades de combate de la soldadesca. Ahora cualquier peón podía acabar a distancia con un guerrero diestro estando apenas familiarizado con el arma que tenía entre las manos, y durante un asedio cualquier ocupante de la plaza sitiada, fuese cual fuese su condición y fuerza, podía ofender a distancia al enemigo.

 

Sin embargo esta novedad tan igualadora no fue vista precisamente con buenos ojos por la rancia estirpe de los bellatores y es cierto que los estragos que podía llegar a causar resultaron un auténtico shock para la mentalidad de la época, que veía truncado su simbolismo ideal al contemplar cómo un caballero armado podía ser desmontado y muerto por un simple campesino que tuviera el tino de acertarle a través de la visera o bajo el yelmo. Tanto que la Iglesia llegó a lanzar una auténtica campaña para difamar a este nuevo arma e incluso el papa Inocencio III llegó a prohibir durante el Concilio de Letrán en 1139 su uso entre los milites cristianos y previno mediante bula sobre su empleo «por el peligro que representa para la Humanidad un arma semejante». 

Pese a ello la ballesta siguió gozando de popularidad entre los ejércitos cristianos, desacreditando prácticamente al arco y conviviendo hasta bien entrado el Renacimiento con arcabuces y demás armas de pólvora. El arco, no obstante, siempre conservó su puesto de «arma noble» (no en vano seguía siendo utilizado entre la nobleza para menesteres como la caza) y en casos como el del arco largo galés siguió evolucionando por su cuenta hasta superar con creces a la propia ballesta y proporcionar a los ejércitos que aún los portaban (que se lo pregunten si no a unos cuantos comandantes ingleses en suelo francés durante la Guerra de los Cien Años) sonadas y gloriosas victorias.

 

La ballesta queda, pues, como un arma tremendamente eficaz y accesible, a la que literalmente puede echar mano cualquiera y que en la mayoría de las situaciones vale tanto o más que un noble y romántico arco. Esa fue una de las razones de que en manos de la única tiradora con la que cuenta el grupo de Galván decidiese colocar una ballesta en lugar de un arco, romper una pequeña lanza a favor de este arma a menudo estigmatizada por su poco virtuosa presencia. La otra, y puesto que el nombre que lleva este personaje es claramente francés (¿de dónde si no podía surgir alguien llamado Isabeu de Montfléury?) fue realizar un pequeño homenaje a los obstinados bellatores medievales del reino de Francia, que pese a hallar tan a menudo los longbow ingleses al otro lado de la campa nunca abandonaron sus eficaces e injustamente desprestigiadas ballestas.

Y ahora todos preparados. ¡Listos! ¡Apunten! ¡Disparen!

jueves, 4 de octubre de 2012

ARS OCCIDENDI

Ya se va acabando la novela (en el momento de escribir esto hace cosa de una hora que quedó cerrado el dédalo que ha sido el capítulo XXI) y como en toda buena novela de aventuras se acerca el momento de empezar a matar personajes. No indiscriminadamente, claro, los protagonistas tienen y tendrán siempre un pequeño seguro de vida que los protege contra (¿casi?) todo, y algún que otro antagonista logra escapar in extremis o se le perdona la vida un rato más en función de la utilidad que ofrezca unas páginas más adelante.

 

Tiene que empezar a morir gente, pues, y confieso que ya llevaba tiempo con ganas de abrir el grifo de la sangre y hacer ver que los protagonistas no se pasean de acero hasta las cejas porque sí y que no se les toca tanto las narices impunemente. Que, como dice el lema escocés, Nemo me impune lacessit. Sin embargo que no se me malinterprete, no es que busque una masacre literaria gratuita sino que la propia historia (a la que tengo domada pero que más a menudo de lo que me gustaría goza de libre albedrío) lo impone y ha ido posponiendo selectivamente el momento de llegar a las manos hasta estos últimos capítulos. Cuestión de aderezar lo mejor posible el final y darle ese sabor picante que producen los pequeños (y grandes) desquites del protagonista con ciertos personajes que, espero, resulten de lo más odiosos y antipáticos (que para algo son los malos). Lejos estoy de inventar nada, la cosa es de preescolar de novela y basta con coger cualquiera del género y curiosear el último cuarto de libro para encontrarse con esos duelos de palabras y aceros que son los que luego se quedan en la memoria del lector y que son los que (en nuestro infantil fuero interno reconozcámoslo) le dan la sal al género de aventuras.

 

Tengo por lo tanto unos cuantos duelos y cadáveres en mente, y antes de acometer los últimos cuatro capítulos de la novela y remangarme para entrar en escabechinas se impone un momento de reflexión para poder elaborar un germánico y minucioso organigrama de golpes, contragolpes, paradas, fintas, tretas y finalmente muertes. Por experiencia sé muy bien que una vez en el asunto y cuando llega el momento de empezar a describir cómo llueven estocadas es tremendamente útil tenerlo todo esbozado para no tener que detenerse ante cada muerte y hacerse estas dos preguntas: ¿cómo mato a este personaje? y ¿no había matado a uno ya antes así?

 

Personalmente me gustan las muertes poco usuales. Precisamente porque las considero más reales e incluso lógicas. Si uno echa un ojo a la literatura medieval en que se describen combates (cualquier novela de caballerías vale, pero también otras obras como crónicas, hagiografía o incluso fábulas) o se interesa por la historia militar de aquel tiempo se da cuenta de que prácticamente nadie tuvo una «muerte canónica», entendiendo por ello una muerte limpia, un meter y sacar rápido de espada o lanza que lo dejase muerto. De hecho era muchísimo más común entre los hombres de armas morir por las heridas causadas en combate (vergel de infecciones sin cura para la época) que por el propio combate, y aún en el primer caso difícil es dar con alguna descripción de una muerte limpia.

 

Las crónicas y las historias están plagadas de muertes fortuitas, casi absurdas (algo inherente al ser humano, no es que el medievo inventase nada), o de muertes sucias, en que lo que buscaba el contrincante de uno ante todo era matarlo como fuese antes de que lo matasen a él. Los golpes floridos y las defensas honorables se dejaban para los torneos y las justas, que es cuando estaban presentes las damas y uno no se jugaba demasiado el cuello. Quien moría con un arma en la mano difícilmente tendría al contrincante frente a él, a cierta distancia y tras un combate justo. Mucho más común sería que lo apuñalasen por la espalda, que lo acorralasen entre varios, que lo arrollase un caballo o la muchedumbre, que se le echasen encima y en pleno forcejeo le rompiesen el cuello o le metieran una daga hasta el bazo, que una flecha le acertase justo en el ojo a un caballero cubierto de acero de pies a cabeza, o incluso que el tajo de un compañero le cortase a uno la garganta por error (o no) metidos en refriega.

 

Así, las posibilidades de dar muerte a los personajes se presentan tan variopintas como número de personajes a quienes los problemas se le hayan acabado haya. Nadie, creo, tendrá una muerte de manual, y habrá que volver a documentarse sobre esgrima y combate en general en busca de golpes maestros y ventajas astutas que marquen la diferencia entre vivir o morir en el último momento.

Las espadas están listas, y unos cuantos personajes llevan una sospechosa marca en la cabeza. Yo no esperaría encontrármelos al final de la novela.